Ellos Mienten

⚡ CAPITULO 12

Michael, aún acostado en el regazo de Lorena, se giró boca arriba. Le sonrió, con esa sonrisa que parecía sincera y, sin embargo, escondía algo más. Levantó una mano para acariciarle el rostro con la yema de los dedos.

—Te pareces a ella, ¿sabías? Aunque tengas el pelo rojizo… eso lo sacaste de mí. Espero que no seas igual a mí.

—¿Por qué? —preguntó Lorena en voz baja.

—A veces tomo malas decisiones. Pero esta vez no lo haré… esta vez pensaré cómo voy a hacerlo.

Lorena frunció el ceño. Quiso entender qué quiso decir con eso último, pero no se atrevió a presionar.

—¿Y qué quieres hacer?

—Es una sorpresa, cariño. No te lo diré —respondió él con una sonrisa ambigua.

Lorena tragó en seco. No sabía si debía sentirse feliz… o asustada por aquella “sorpresa”.

—¿Sí…? —balbuceó, esperando tal vez una pista—. ¿Y no me lo dirás?

—No. Duérmete.

Michael se levantó del regazo y se fue al baño. Cerró la puerta, encendió la luz y se apoyó frente al espejo. Observó su rostro con detenimiento. Respiró profundo.

No podía decírselo. Ella no lo entendería. Nunca entendería lo que pasó aquel día. No estaba dispuesto a arriesgar lo bien que se sentía al tenerla cerca. No esta vez. Cumpliría lo que venía planeando desde hacía años, antes de que fuera demasiado tarde. Antes de que la perdiera otra vez.

Los tres juntos… para siempre.

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—Pequeña —Eladio la abrazó fuerte, como si hubiera pasado un año sin verla.

Michael los miraba desde el pasillo con una sonrisa. Sonreía mucho cuando estaba con ella. Demasiado. Y Lorena se lo preguntaba: aparte de ser su hija, ¿qué más le hacía sonreír así? Era una pregunta que quizás nunca tendría respuesta.

Michael era un hombre misterioso. En el pueblo casi nadie sabía mucho de él. Bueno… casi nadie. Solo una persona alguna vez conoció de verdad lo que él era capaz de sentir.

Quizás, en el fondo, no era un hombre malvado. Pero en esa familia nadie salía ileso del mal que los rodeaba. Las malas decisiones lo habían conducido a parecerse—o incluso superar—la oscuridad de sus hermanos.

Él lo sabía. Cada minuto de su existencia se reprochaba lo que había hecho. Y por eso mismo había tomado una decisión. Una que sentía que Dios respaldaba… porque su hija ya estaba a su lado. No quería que ese fuera el final. Pero tenía miedo. Miedo de que si no hacía aquello tal como lo había pensado, Lorena se le escapara otra vez. Y eso, simplemente, no podía permitirlo.

—Me voy. Tengo que hacer algunas compras —informó Michael al regresar.

Eladio asintió con un gesto sobrio.

—¿No es un hombre exageradamente guapo? —dijo Bere con tono ligero, apareciendo en el pasillo.

—No lo sé. No le veo nada de guapo —contestó Lorena encogiéndose de hombros.

—Eres su hija —Bere sonrió, obvia.

—Ya basta, Bere. Vamos a la cocina —la regañó con una sonrisa involuntaria.

Los tres caminaron juntos, bajando los escalones y doblando hacia el ala derecha de la casa, hasta llegar a la gran cocina.

Allí, la señora Beatriz estaba de espaldas. Al verlos entrar, giró lentamente y su expresión se endureció al ver a Eladio.

—Y bien… ¿seguirás con esa estupidez? —fue lo primero que dijo, sin disimulo.

Eladio no se inmutó. Sabía perfectamente a qué se refería: la decisión de permitir que Lorena conociera a su padre.

—Sí. Aún sigo con esa estupidez —respondió con firmeza, y fue a ocupar su puesto junto a la mesa.




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