Cuando las personas de los alrededores vieron entrar a la casa al joven Bennett, se hicieron muchas preguntas. Algunas solo admiraban la gran belleza del hombre, pero otras bajaban la vista y murmuraban deseos de suerte… porque nada bueno ocurría cuando uno de esos hermanos se acercaba.
Michael caminó a paso lento hasta la mesa del comedor, con las manos en los bolsillos. Al llegar, las sacó con calma y colocó algo sobre la mesa: una delgada correa de cuero.
—En esta casa hay dos detectives —comenzó, sin mirar a nadie—. Supongo que uno de ustedes me está investigando en mi propia casa. Con mi hija.
Kevin apretó los dientes al reconocer la correa. Michael la había encontrado.
Melvin, el detective mayor, intercambió una mirada con su hijo y luego avanzó hacia Michael con aparente calma.
—Lo siento, joven Bennett. Fui yo. No estuvo bien, lo admito… Me dejé llevar por los comentarios de la ciudad.
Michael giró lentamente la cabeza hacia él.
—¿Y decidió investigarme con mi hija? ¿Su abuelo lo sabe? ¿O fue idea suya usarla como espía?
—No, él no sabe nada —mintió Melvin, firme—. Me la encontré en el mercado y le coloqué el micrófono por iniciativa propia.
Kevin permaneció en silencio. La sola presencia de Michael lo descomponía por dentro. Él le había advertido a su padre que esto era peligroso, que los Bennett no eran hombres que se dejaban vigilar.
Michael se dirigió entonces al detective más joven.
—Detective… me sorprende que tengas el descaro de jugar a los espías conmigo. Deberías saberlo mejor: yo no mato por placer, yo protejo. Y si hay algo que me importa en este mundo… es ella.
—Ella está en peligro contigo, Michael —dijo Kevin, finalmente—. Tú no estás bien.
Michael lo observó fijamente, como si estuviera evaluándolo por dentro.
—Dile a Eladio que si sigue empujando a Lorena hacia donde no debe estar, el que va a necesitar un ataúd será él. No Rebecca.
Giró sobre sus talones y se dirigió a la salida. Antes de cruzar la puerta, volvió la cabeza apenas un poco.
—Y que no se repita. Si descubro que uno de ustedes me está sarandeando otra vez, hablaré con el gobernador. Y se van a arrepentir.
Salió, dejando un silencio espeso en la sala. Kevin apretó los puños con tanta fuerza que sus uñas se le marcaron en la piel.
—¿No sé cómo puedes hablarle así de sencillo? —reprochó Kevin a su padre.
—Sabes que no fue él quien mató a tu hermana —respondió Melvin, aún mirando la puerta cerrada.
La esposa del detective mayor pasó a su lado, rodeándolo con sus brazos.
—Pero no debemos confiar en ellos —dijo con voz firme—. Él no es una buena persona, y lo sabes.
Melvin asintió con gravedad.
—Vas a tener que ser más cuidadoso con tu investigación —le advirtió a su hijo—. Ya no puedes permitir que él sospeche. Nos irá mal a los tres si eso pasa.
Kevin suspiró.
—Voy a ver qué se me ocurre.
〈♡♡♡〉
Michael salió de su carro con las miradas de los pueblerinos clavadas en su espalda. Entró al pequeño establecimiento del centro, revisando con la vista cada rincón. El dueño lo observó desde el mostrador, confundido. Era raro ver a un Bennett en esa tienda. Ellos nunca hacían compras ellos mismos. Y menos allí.
La tienda estaba especializada en todo tipo de venenos. Era la única en el pueblo, lo que la hacía muy concurrida, principalmente por quienes buscaban controlar ratas y otros animales salvajes.
Michael caminó con lentitud entre los estantes hasta que encontró lo que buscaba. Una pequeña botella de vidrio, con un líquido verde menta en su interior. Se le conocía como “la poción”, aunque todos sabían que era un veneno letal. El que lo bebía, se dormía… y no volvía a despertar.
Lo tomó entre sus manos y lo observó unos segundos.
"Solo uno. Con uno basta."
Lo deslizó dentro de su chaqueta, pagó sin decir palabra, y salió del local. Su mirada no tenía prisa, pero en su interior, cada paso ya era parte de un plan.
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Editado: 04.09.2025