Lorena estaba sentada en la silla de la biblioteca, fingiendo leer, pero sin entender una sola palabra. La tensión que llevaba en el cuerpo desde la mañana no la dejaba concentrarse. De pronto, escuchó algo moverse al otro lado del pasillo, entre los estantes. Esta vez no preguntó si había alguien allí. No era la primera vez que ocurría. Pensó que sería alguna rata, o quizá los murmullos del viejo piso de madera.
Pero al rodear uno de los estantes, se congeló.
Allí, al otro lado de la gran biblioteca, estaban los gemelos. Sus ojos se quedaron en blanco por unos segundos al ver lo que hacían. Lorena dio un paso hacia atrás para alejarse del lugar, su corazón latiendo con fuerza.
—No se puede estar cometiendo incesto frente a su sobrina —dijo una voz gruesa detrás de ella. Melquisedec.
Lorena se sobresaltó y se volteó rápidamente. El hombre estaba parado justo frente a ella. Era, sin exagerar, el más alto de los cinco hermanos. ¿Metro ochenta y cinco? ¿Más? A ella le parecía un gigante. Imponente. Imposible de ignorar.
—Yo… es-ta… —Lorena tartamudeó, y luego suspiró con nerviosismo. La presencia de esos hombres le ponía la piel de gallina. Pero no de una buena manera.
—Sé que estabas leyendo. Te estuve viendo hacerlo —comentó Melquisedec, acercándose con pasos pausados. Se agachó frente a ella para mirarla mejor—. Eres demasiado guapa. Te pareces a tu madre. Ella era el amor de mi vida… la muy perra nunca me vio de esa manera.
—De hecho sí te quiso —interrumpió uno de los gemelos, Renato, abrochándose el pantalón—. Pero diste la orden de matar a su mejor amiga y desde ahí todo cambió. O tal vez fue cuando le gritaste “zorra, aléjate de mí” al enterarte de que estaba embarazada.
Melquisedec sonrió con sorna. Lorena tragó en seco. Maldijo internamente a su padre por haberle quitado el micrófono que le había puesto su abuelo. Una confesión como esa… era oro puro. Una prueba de asesinato que había perdido.
—¿Y cómo se llamaba? —preguntó con cautela—. La amiga de mi madre.
—Amira —respondió Renato, sin reparo.
—No, ahora que recuerdo, fuimos los dos que la matamos —corrigió el gemelo señalando a su hermano—. No se te olvide darnos los créditos. Fue idea mía, por cierto.
—Sí, eso —afirmó Raven con voz grave mientras se acomodaba la camisa—. Pero cuando lo hicimos pensé que no lo merecía. Tampoco tu madre merecía quedarse sola después de que mi hermano le metió mano.
Ambos estallaron en carcajadas. Lorena no sabía si reír por nervios o llorar del asco. Aquellos hombres eran crueles. De una manera casi inhumana.
Melquisedec pareció ignorar los comentarios y volvió a centrarse en ella.
—Y bien, ¿qué te pareció el libro? —preguntó, señalando el ejemplar que ella sostenía aún con manos temblorosas—. Lo leí cuando tenía tu edad. Unas treinta veces, quizá.
Lorena lo observó por unos segundos. Algo en su mente se encendió. Una idea. Tal vez, si lograba manipular los sentimientos que aún quedaban en ese hombre… lograría acercarse a la verdad.
—¿En serio amabas a mi mamá? —preguntó con tono suave.
La pregunta lo tomó por sorpresa. Sus facciones se endurecieron apenas, como si le doliera recordarla.
—¿Qué tanto te interesa? —respondió con una media sonrisa. Fingía que no le afectaba, pero en sus ojos había otra cosa: dolor antiguo, orgullo herido.
Lorena inclinó la cabeza y le devolvió una sonrisa dulce, calculada.
—No sé… quizá pueda recompensarte el amor que ella no te dio. ¿Cómo pudo no hacerlo? Eres mucho más guapo que Michael.
Melquisedec se quedó mirándola en silencio. No supo qué responder. Por primera vez, parecía descolocado. Y Lorena supo que acababa de encontrar una grieta.
Una grieta por donde se podía colar hasta descubrir el mayor secreto de todos: dónde estaba el cadáver de su madre.
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Editado: 04.09.2025