Lorena entró a paso lento a la biblioteca. Solo quería terminar con todo aquello. Ya le estaba afectando más de lo que quería admitir. No sabía si confiar en Michael o descartarlo por completo. Él se mostraba tan amable, tan paternal, pero no podía negar que a veces, solo su mirada le causaba terror. Como hoy, cuando le entregó el frasco. ¿Por qué le había dicho aquello? ¿Qué tenía planeado? No sabía qué pensar.
Mientras caminaba entre los pasillos silenciosos, vio por el rabillo del ojo la silueta de un hombre pasar tras uno de los estantes altos que contenían libros desde el suelo hasta el techo. Aquellos estantes eran imponentes, mucho más altos que ella.
Se acercó a uno y, con cuidado, separó algunos libros para mirar entre el pequeño espacio. Pensó que se trataba de Melquisedec, pero no. Era Malkier, el enigma de la casa Bennett. Estaba de espaldas, concentrado buscando algo entre los estantes, refunfuñando al no encontrarlo.
Lorena nunca había buscado libros por sí misma; si necesitaba uno, se lo pedía a su padre. Aquel lugar siempre le pareció inmenso e intimidante.
—¿Necesitas ayuda? —preguntó saliendo de su escondite.
—No —respondió él sin voltearse. Ya sabía quién era por la voz.
—Quisiera hablar contigo.
—¿Sobre qué? No te considero mi sobrina. Te puedes ir —mintió con frialdad. La verdad era que no sabía cómo socializar, y prefería alejar a las personas antes de mostrarse vulnerable.
—¿Entonces podríamos ser amigos?
—No tengo amigos —se giró al fin. Tenía el cabello rojo como los demás, los mismos ojos verdes... pero con pecas.
—¿Por qué tienes pecas? El señor Bennett no tiene pecas, ni tus hermanos. En esta casa, la única que tiene pecas es... —se detuvo. Recordó que Beatriz había dicho que nunca había tenido una relación con el joven, pero también le había dado pistas para conocerlo.
—¿Quién? ¿Por qué te callas? ¡Qué estupidez! —frunció el ceño. Las mujeres le parecían un enigma y no hacía el mínimo esfuerzo por entenderlas.
—No te vayas, por favor. Hablemos.
—No, ya se me acabó el tiempo —replicó y salió de la biblioteca a paso rápido.
Lorena bufó. Nada le estaba saliendo bien hoy. Lo observó marcharse. Incluso su forma de caminar... su cabello rojizo, aún más intenso que el de ella. Jesucristo, ese hombre era la copia viva de Beatriz. ¿Qué demonios?
Salió corriendo de la biblioteca hasta llegar a la cocina.
—¡¿Malkier es hijo de la señora Beatriz?! —gritó con fuerza, dejando a todos boquiabiertos. Algunos criados soltaron cucharas y dejaron caer los platos. Berenice y Eladio, que ya sabían la verdad, se miraron en silencio. La pregunta era... ¿cómo lo había descubierto?
—¿En serio? Señora Beatriz, ¿usted es familia de los Bennett? —preguntó una de las criadas entrando a la cocina, con los ojos abiertos como platos. La noticia había volado más rápido que un susurro en misa. Un secreto que hasta ahora solo pertenecía a dos ancianos... y ahora, a toda la casa, menos a los Bennett y al joven.
La señora Beatriz se cruzó de brazos mirando a Lorena con una mueca de tensión. La chica no supo qué hacer. ¿Había metido la pata? ¿Por qué? Solo hizo una pregunta.
—No es una afirmación, solo estoy preguntando. Es que tiene muchas cosas de usted... no soy bruta —intentó justificarse.
—Por supuesto, cariño, no lo eres. El problema fue que lo gritaste —respondió Beatriz, mientras Eladio se limpiaba las manos y se acercaba.
—Entonces, ¿es su hijo? —insistió la criada, que no se había ido ni pensaba hacerlo sin tener el chisme completo.
—No lo es —dijo Beatriz, secamente.
—Pero si nos dijo que sí hace un mes —soltó Berenice. Eladio le lanzó una mirada de advertencia. —Digo... que, por qué...
—¿Y para qué quieres saber tanto? —interrumpió Andrés, entrando al ver el alboroto. Los criados se habían acumulado como enjambre frente a la cocina.
—No solo yo quiero saber, todos queremos saber. Usted, Eladio y el señor Andrés llevan décadas en esta casa —insistió Berenice.
—¿Qué está sucediendo? —preguntó Andrés, cruzándose de brazos.
—Solo fue una pregunta, pero ya veo que fue un error —dijo Lorena, bajando la mirada.
—Eres muy curiosa, no puedes culparte por eso. Lo heredaste de tu madre —comentó Eladio, acariciándole el rostro.
—Y por eso estás aquí con ella, ¿verdad? ¿Dónde está? No está... ¿verdad? —respondió Andrés, con un tono cargado de nostalgia. El comentario le dio una punzada a Eladio en el pecho.
—No quiero que sigan hablando de este tema. ¿Quedó claro? —espetó, antes de salir de la cocina y llevarse al grupo de limpieza con él.
Beatriz se quedó allí, inmóvil. Luego se acercó a Eladio con el rostro endurecido por la incomodidad.
—Siento lo que dijo ese viejo tonto. A veces es cruel —susurró.
—Lo entiendo. Es difícil. Pero espero una disculpa... me dolió —respondió Eladio, tomando a Lorena de las manos.
Beatriz sabía que aquel secreto había sido su cruz desde hacía más de veinte años. Malkier era su hijo, pero no por voluntad propia había guardado silencio. El señor Bennett, su hermano, le había rogado —o más bien exigido— que mantuviera en secreto su maternidad, a cambio de una promesa: el niño tendría una vida digna, lejos del escándalo y de los prejuicios del pueblo. Ella aceptó. No porque quisiera abandonarlo, sino porque no tenía muchas opciones, nunca tuvo opciones cuando a su hermano se le metia algo entre ceja y ceja, no la habia era cumplir o acotarse a la consecuencias.
Y con el paso del tiempo, ese pacto se volvió una herida abierta. Malkier creció en medio del privilegio, sí, pero también en el abandono emocional. No tenía idea de que la mujer que lo servía con dedicación desde siempre era en realidad su madre. Beatriz lo veía pasar cada día, con esa mirada vacía, ese caminar de sombra, y se maldecía a sí misma por no haber peleado. Por haber cedido a un trato que le dio estabilidad al niño, pero le robó el alma.
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Editado: 04.09.2025