La señora Beatriz se cruzó de brazos, clavando en Lorena una mueca de desconcierto. La joven sintió un vacío en el estómago. ¿Había dicho algo indebido? ¿Por qué? Si solo había hecho una pregunta.
—No fue una afirmación, solo pregunté... Es que tiene muchas cosas suyas —intentó justificarse Lorena, con tono inseguro—. No soy tonta.
—Por supuesto, cariño, no lo eres. Pero no debiste gritarlo —intervino Eladio, mientras se limpiaba las manos y se acercaba a ella con gesto sereno.
—Entonces… ¿es su hijo? —insistió la criada, que no se había movido un centímetro desde que Lorena llegó. Necesitaba el chisme completo para luego contarlo con detalles a las demás.
—No lo es —respondió Beatriz sin alterarse.
—Pero usted nos dijo que sí, hace un mes —protestó Berenice, otra criada, hasta que Eladio le dirigió una mirada fulminante. Ella se corrigió de inmediato—. Digo… ¿por qué...?
—¿Y para qué tanto interés? —replicó Eladio con un dejo de molestia. Justo entonces, Andrés entró a la cocina alertado por el bullicio. Como era de esperarse, al menos treinta criados estaban agolpados en la entrada, porque donde hay un chisme, allí están ellos.
—¿Qué está ocurriendo aquí? —preguntó Andrés, cruzándose de brazos con la misma firmeza que su esposa.
—Solo fue una pregunta. Pero ya veo que fue un error —murmuró Lorena, bajando la mirada.
—Bueno, amor, eres muy curiosa. Eso lo heredaste de tu madre —dijo Eladio, acariciándole suavemente el rostro.
—Y por eso estás aquí con ella, ¿no es así? ¿Dónde está? No está… ¿verdad? Está muerta —soltó Andrés, su voz cargada de resentimiento. Eladio sintió una punzada en el pecho, como si la frase le hubiera atravesado el alma.
—No quiero que este tema se vuelva a tocar. ¿Quedó claro? —dijo con tono definitivo, y salió de la cocina arrastrando tras él al grupo de limpieza hacia otra área de la casa.
—Lamento lo que dijo ese viejo terco. A veces, Eladio puede ser cruel —comentó Beatriz, acercándose a Andrés.
—Lo entiendo… pero aún así, espero una disculpa. Sus palabras me hirieron profundamente —contestó él, visiblemente afectado.
Eladio tomó a Lorena de la mano y salieron en silencio. Subieron a su habitación, donde él se dejó caer en la silla de madera frente al gavetero. Se le notaba ausente. Lorena lo observaba en silencio: su tristeza, su nostalgia… todo era evidente en su postura encorvada.
—Papá… lo siento. Fue mi culpa lo que pasó.
—¿Cómo lo supiste? —susurró sin levantar la mirada—. No estabas allí cuando ella lo dijo.
—Lo vi. Sentí que era ella. ¿Él lo sabe? ¿Sabe que es su madre?
—No —respondió Eladio.
—Pero debería saberlo. No es justo, papá.
—Lorena… no te metas en los asuntos de esa familia. No ahora.
—Aunque no quieras admitirlo, soy parte de esa familia. Y lo único que deseo es que todo sea normal… que acaben, de una vez por todas, las mentiras y las farsas.
—Lorena, si esa familia no cambió en quince años, mucho menos lo hará ahora. ¿Entiendes?
—Yo creo que...
—¡Basta! —la interrumpió, levantándose bruscamente—. Si lo dices por tu padre… entonces escúchame bien: si intentas acercarte a ese hombre, si lo dejas entrar en tu vida, te arrepentirás. Y no por mí… sino por lo que vas a descubrir después.
Y sin decir más, salió de la habitación, dejándola sola con el corazón en la garganta y una verdad a medio desenterrar.
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Editado: 04.09.2025