Ellos Mienten

⚡ CAPITULO 25

Había pasado una semana desde aquella revelación que extremeció los cimientos de su mundo. El mes de marzo se acercaba, y con él, el día en que Lorena cumpliría sus doce años. Para muchos, una fecha esperada con ilusión. Para ella, una meta. Una promesa. Se juró a sí misma que, antes de soplar las velas, todo habría terminado. Esa casa, las personas, las situaciones habían hecho que uña niña tuviera que madurar antes del tiempo adecuado y éso no era algo del que alegrarse, aunque no tenía la mejor infancia un año antes de cumplir los once una una pequeña inocente que no le afectaba nada a su alrededor.

Durante esa semana había ensayado mentalmente cómo seducir a su padre, cómo fingir sumisión, cómo ganarse su confianza lo más rápido posible. Lo necesitaba con urgencia. Antes de que Michael pusiera en marcha el macabro plan que le había confesado, Lorena tenía que saber dónde yacía el cuerpo de su madre. Él hablaba de la muerte como si fuera poesía: quería beber con ella un veneno —uno que ya había comprado— y marcharse juntos "al encuentro de su mujer". Pero no solo su mujer... también su hija.

Lorena fingió estar de acuerdo aquella vez. Le dijo que sí, que se iría con él a reunirse con mamá. Pero por dentro, estaba convencida de que aquel hombre estaba loco, completamente roto. Aun así, sabía que fingir era su única salida. Él planeaba todo para el día de su cumpleaños. Pero la promesa que Lorena se había hecho no caería al suelo. No moriría allí. No sería parte de esa historia de muerte que él había escrito sin su consentimiento.

—Papá... —dijo esa mañana con voz suave, casi dulce—. Antes de ese día... me gustaría ver a mamá. Quisiera vestirme como ella está vestida. ¿Me llevas ahora?

Michael la miró desde detrás del escritorio. Sonrió con ternura torcida.

—Claro que sí, eso está bien, pero... más tarde. Ahora tengo cosas que hacer.

—No, papá. Ahora. Son las once de la mañana. Me gustaría saberlo temprano para poder ir por la tarde al mercado a comprar la tela que necesito.

Él vaciló un segundo. Pero la insistencia en los ojos de su hija, esa mezcla de inocencia y determinación, lo desarmó.

—Oh, nena... tienes razón —dijo finalmente, cerrando la tapa de la máquina de escribir con la que había estado redactando sus cartas—. Qué cabeza la mía.

Michael había planificado todo con una precisión escalofriante. Su cumpleaños era el 7 de marzo, y ese día pensaba cumplir la promesa que le había hecho... al cadáver de Rebecca. Un juramento que solo él consideraba sagrado. Aunque Rebecca, de haber podido hablar, habría gritado de horror ante la idea de ver a su hija muerta junto al hombre que tanto aborreció.

Tomó a Lorena del brazo, con ese gesto de falsa familiaridad que le crispaba la piel, y la condujo por el largo pasillo de la mansión. Bajaron los escalones de mármol que llevaban a la gran sala principal. Afuera, la nieve caía con lentitud, cubriendo los jardines con un manto blanco que contrastaba con el rojo profundo de las rosas sembradas junto al sendero.

Caminaron varias cuadras hacia el ala izquierda de la propiedad. El mármol bajo sus pies crujía suavemente con el hielo reciente, y el frío les mordía la piel a través de los abrigos. Lorena se estremecía, pero no por el clima. Era el miedo. El presentimiento.

El camino desembocaba en una pequeña cabaña de estructura antigua, con una puerta blanca y metálica. Sobre esta, pintada a mano, una solitaria rosa roja.

Lorena no pudo evitar pensar: ¿Por qué tantas rosas? Era como si todo en torno a Rebecca estuviera envuelto en flores y secretos.

Michael abrió la puerta. Un golpe de aire helado salió del interior como si la misma muerte respirara desde dentro. Al cruzar el umbral, Lorena se abrazó a sí misma para resistir el frío que le calaba hasta los huesos.

La habitación estaba alumbrada con una tenue luz blanca. En el centro, una caja de cristal reposaba como un altar. Al verla, el corazón de Lorena se agitó en su pecho.

Allí estaba. Su madre.

Tan hermosa como siempre la había imaginado, tan intacta como si el tiempo hubiese decidido detenerse a su alrededor. El cristal estaba frío al tacto, y al posar la mano sobre él, una lágrima escapó sin permiso. Dentro, la figura de Rebecca descansaba vestida con un elegante traje rojo vino, de aquellos que eran moda en aquel año. Su largo cabello negro caía suavemente sobre el rostro, ocultando parte de sus facciones, pero dejando ver lo suficiente para que su belleza dejara sin aliento. Su cuerpo estaba bien guardado en esa nevera de cristal.

La habitación estaba decorada con rosas rojas, dispuestas con cuidado. Cada flor parecía decir algo, como si fueran testigos de una historia de amor y horror entretejida en silencio.

Lorena apenas podía sostenerse. Le temblaban las rodillas. El alma.

—Ya sé... —murmuró—. Ya sé cómo vestirme.

Se secó las lágrimas con el dorso del abrigo y salió de la cabaña sin mirar a su padre. El viento soplaba suave, levantando pequeños copos de nieve como si el mundo le diera una señal.

El día se acercaba. Pero no el que Michael esperaba.




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