Al llegar a la cabaña y ver a su hija intacta dentro de aquella cámara de refrigeración, Eladio rompió en llanto. Su pequeña, su dulce, su inocente mujercita. ¿Cómo pudo pasarle algo tan trágico? ¿Cómo pudo la vida pagarle así a alguien tan bueno? Estaba destrozado, desgarrado por dentro, decepcionado de sí mismo.
—Perdón, mi amor —susurró entre sollozos—. Fue mi culpa... no te cuidé lo suficiente. Beatriz tenía razón. Mi mayor error fue quedarme en esta casa después de todo lo que pasó. ¿Cómo fui tan ingenuo? ¿Cómo pude ser tan ciego ante lo que pasaba frente a mis ojos? Perdóname, por favor.
Las lágrimas rodaban por sus mejillas y se estrellaban contra el suelo helado, donde se disolvían al contacto con el gélido ambiente. La habitación conservaba un olor penetrante a rosas rojas, un aroma que ninguno de los dos olvidaría jamás.
—Vámonos. Vamos a ver a Kevin. Vamos a entregarlos... a todos esos abusadores y asesinos —dijo Lorena con determinación.
Eladio asintió. Salieron de la cabaña sin volver la vista atrás. Ya no quedaban miedos, ya no quedaba espacio para la duda. El dolor clamaba justicia. Aunque aquello no devolvería a su hija, tal vez podría evitar que otras vivieran el mismo destino. Saber que quien había asesinado a su hija aún caminaba libre, sonriendo entre la gente, le carcomía el alma.
Tocaron muchas veces la puerta de una casa hasta que Josefina, la señora de mediana edad, les abrió.
—Hola, ¿está Kevin? —preguntó Lorena.
—No, ahora está en su oficina. ¿Pasó algo, Eladio?
—No te preocupes, Josefina. Desde hoy... todo estará bien.
Se marcharon sin más palabras. La oficina de Kevin no estaba lejos y cuando tocaron dos veces la puerta, el joven detective fue quien abrió.
—¿Me traen buenas noticias? Díganme que sí, por favor...
—Lleva una orden de búsqueda. Que revisen toda la propiedad de los Bennett, dentro y fuera. En una cabaña... allí está ella.
Kevin sintió un vuelco en el corazón. Su pecho se agitó con fuerza y por un segundo creyó que le fallarían las piernas. Por la expresión en sus rostros supo que era cierto: la habían encontrado.
—Gracias, señor Eladio.
—No, gracias a ti. Gracias por no rendirte. Por tu ayuda... haremos justicia.
Kevin asintió con respeto y dedicó una leve reverencia a Lorena antes de tomar el diario y salir con prisa.
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A las tres y treinta de la tarde, varios guardias llegaron a la mansión Bennett. El operativo era encabezado por el coronel Melvin Lombour. Los criados observaban en silencio, tensos y asustados; jamás habían visto una intervención de tal magnitud.
El señor Bennett se cruzó de brazos cuando el coronel le entregó la orden judicial firmada por el juez de instrucción.
—Si no encuentras nada, te juro que te vas a arrepentir de esto, Lombour —le susurró con tono amenazante.
—Y yo te prometo que esta vez sí encontraremos algo —respondió el coronel, firme y sin titubear—. La última vez que pisé esta casa fue el cinco de agosto... vine con la esposa del señor Eladio. Desde ese día no se ha vuelto a saber de ella. Supongo que murió. ¿O se mató como mi hija, verdad, señor Bennett?
Su voz resonó fuerte. Luego, giró hacia los guardias:
—¡Revisen hasta las casas de las gallinas!
Los hombres obedecieron la orden sin demora.
Melvin llevaba el diario con él. Cada escondite, cada rincón descrito por Rebecca estaba anotado con detalle. Había entregado copias organizadas por zonas a los diferentes equipos. Lo que estaban a punto de encontrar... dejaría a todos sin palabras.
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Editado: 04.09.2025