Ellos Mienten

⚡ CAPITULO 28

A las tres y media de la tarde, una decena de guardias descendió de vehículos oficiales. El sonido de las botas retumbando sobre la nieve, rompiendo el blanco impoluto del jardín, alertó a los criados que miraban por las ventanas con temor. Nunca antes habían visto un despliegue semejante. Uniformes, armas, órdenes secas... como si la guerra hubiese regresado, pero esta vez a la mansión Bennett.

El coronel Melvin Lombour caminaba al frente. Su rostro era una escultura de hielo, la mandíbula tensa y la mirada de acero. El señor Bennett lo esperaba en la entrada, cruzado de brazos, con una leve sonrisa torcida que no ocultaba su veneno.

—Si no encuentras nada, te arrepentirás de esto, Lombour —le susurró, apenas moviendo los labios.

Melvin no se inmutó.

—Y yo te prometo que esta vez sí lo haré. —Su voz era baja, áspera como una hoja de afeitar—. La última vez que vine fue el cinco de agosto... con la esposa de Eladio. Desde entonces no la veo. Supongo que murió... como mi hija, ¿verdad?

Dio un paso atrás y gritó:

—¡Revisen hasta las casas de las gallinas!

Los guardias se dispersaron como una jauría bien entrenada, cada uno con una copia del diario de Rebecca. Las páginas, ya amarillentas, llevaban marcas, cruces, anotaciones con tinta azul. Y allí, donde el papel marcaba una X, encontraron lo impensable.

Una puerta falsa en el suelo del antiguo granero, oculta bajo una alfombra vieja. Levantaron la trampilla, y la humedad los golpeó como un puñetazo. Luego vino el hedor. Uno tan denso que parecía pegárseles a la piel.

Bajaron con linternas. La luz reveló huesos, telas rasgadas, collares, pequeños zapatos deformados por el tiempo. Era una fosa. Un cementerio subterráneo.

Todas mujeres. Todas desaparecidas.

Melvin descendió en silencio. Su aliento se volvió visible en la helada humedad. Pero lo que lo detuvo no fue el frío: fue un vestido. Azul, con encajes blancos aún visibles entre la podredumbre. Colgaba de una clavícula rota, atrapado entre huesos.

Se le heló la sangre.

Ese vestido... no era de Rebecca.

Era de Amira.

⟪FLASHBACK⟫

Agosto de 1930. El cielo estaba despejado, y la casa olía a flores frescas. Melvin ajustaba la manecilla de su viejo reloj de bolsillo cuando escuchó los pasos rápidos por la escalera. Levantó la vista.

—¿Papá? —dijo una voz suave.

Y entonces la vio. Amira, su hija, con apenas quince años, bajaba con torpeza por los peldaños, luciendo el vestido azul que él mismo le había regalado esa mañana. El lazo blanco que adornaba la cintura parecía hecho de nube.

Melvin sonrió como pocas veces lo hacía.

—¡Cielos, señorita Amira! ¿Quién la dejó escapar de un cuento?

Ella soltó una risa pura, y sus ojos brillaban.

—¿De verdad me queda bonito?

—Te queda perfecto. —Se levantó y la abrazó—. Es el mejor regalo que pude darte. Aunque lo más bonito aquí... eres tú.

—Gracias, papá.

Él no lo sabía entonces, pero ese sería uno de los últimos abrazos.

⟪FIN DEL FLASHBACK⟫

Melvin ahora estaba de pie frente a los restos, temblando por dentro. Ese vestido había cubierto un cuerpo lleno de sueños. Ahora lo envolvía la muerte.

Sus puños se cerraron con furia. Las venas del cuello le latían con fuerza.

—Saquen los cadáveres. Avisen a la prensa. Reúnan a los hermanos y a sus padres —dijo, con la voz firme. Si lloraba, no lo haría allí. No frente a los cadáveres. Ni frente a los Bennett.

En la sala principal, la señora Bennett lo esperaba con los brazos cruzados. Melvin la miró fijamente.

—¿Sabes quién fue Rebecca Johnson? Ella y su hija hicieron esto posible. Y después de muerta... hizo justicia. No solo por ella.

La mujer no respondió. Pero sus ojos ardían de furia. Melvin lo notó, y no necesitó más palabras.

Entonces, arriba, se escuchó un disparo. Un solo estampido seco que silenció la mansión.

Corrieron. Subieron las escaleras. En el cuarto principal, el señor Bennett yacía en el suelo, con sangre en las sienes. El rifle aún humeaba junto a su mano.

—¡Tan bastardo y cobarde! —rugió Melvin, apretando los dientes—. ¿Dónde quedó esa valentía tuya?

Minutos más tarde, todo parecía una película de terror desas que nadie quería ver, los fotógrafos entraban y salían. Los flashes estallaban como relámpagos. El cadáver fue cubierto por una manta blanca, pero el país entero ya lo había visto.

Los cinco Bennett fueron arrestados en distintos lugares.

Melquisedec, impasible, entregó un collar con una perla de rubí antes de ser esposado.

—Es de Lorena —dijo con calma.

Los gemelos fueron hallados cerca del lago, envueltos en mantas, como si esperaran el arresto. Michael fue detenido en el pueblo, confundido, hasta que vio a sus hermanos. Malkier, por su parte, contaba un cuento a una niña en recuperación en el hospital infantil cuando los oficiales lo tomaron por el brazo.

Los cinco fueron llevados a la comisaría. Uno a uno se miraron. Ninguno habló.

Pero todos sabían que esta vez... mentir ya no les salvaría.




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