Ellos Mienten

⚡ CAPITULO 30

La nieve caía con suavidad sobre el suelo de mármol del cementerio. El viento helado parecía guardar silencio ante la solemnidad del momento. La prensa se había congregado, no para cubrir un escándalo más, sino para presenciar el cierre de una historia escrita con sangre, traición y finalmente... justicia.

‎Pero aquel no fue un entierro tradicional. No había ataúd ni tierra removida. Las cenizas de Rebecca Johnson fueron esparcidas sobre un mar de rosas rojas. No porque ella hubiese sido una figura pública ni una mártir, sino porque ese acto simbólico marcaba el inicio de un nuevo capítulo para el pueblo, uno que no debía volver a escribir las mismas atrocidades.

‎Cuando el gobernador tomó la palabra, un silencio reverente envolvió el cementerio. La nieve seguía cayendo como si la ciudad también llorara. Su abrigo gris estaba salpicado de copos, pero no se los sacudió; permaneció quieto, mirando el lugar donde reposaban las cenizas de Rebecca Johnson. Su voz, aunque grave, estaba cargada de humanidad.

‎—Ciudadanos... —inició con lentitud—. Hoy no solo despedimos a una mujer, sino que damos sepultura a décadas de silencio, de injusticia, de dolor soterrado bajo el nombre de una familia poderosa. Rebecca Johnson no fue una figura pública, pero hoy es símbolo de algo mucho más grande: el valor de decir la verdad, incluso cuando todo en su entorno la obligaba a callar.

‎Hizo una breve pausa, respirando con dificultad. Nadie hablaba.

‎—Muchos años atrás, su madre intentó alzar la voz. Pero no la escuchamos. No la escuché yo. Apenas había asumido el cargo de gobernador cuando confié ciegamente en las palabras del señor Bennett. Me dejé llevar por su prestigio, su apellido... su aparente sabiduría. Hoy, frente a todos ustedes, reconozco mi error. Me equivoqué. Y me duele.

‎Se permitió mirar brevemente a Lorena y a Eladio.

‎—Pero fue la voz escrita de Rebecca, hallada por su hija, lo que nos devolvió la verdad. Ese diario, que será preservado en la sede del gobierno, no solo es una prueba judicial: es una herencia moral. Un testimonio que debe ser leído por futuras generaciones para que jamás se repita lo ocurrido.

‎El aire gélido hizo que se le empañaran los ojos, pero no bajó la mirada.

‎—Los responsables de estos crímenes están pagando por sus actos. La justicia ha hablado. Y aunque el mal no puede deshacerse, podemos al menos asegurarnos de que nunca vuelva a cometerse bajo la sombra del poder o el apellido.

‎Guardó silencio unos segundos, luego concluyó:

‎—Agradecemos a Rebecca por su valentía. A su hija Lorena, por no ignorar lo que descubrió. Y al señor Eladio Johnson... por haber escogido la verdad, aún cuando implicaba enfrentar a su propia sangre. Que las rosas que hoy cubren estas cenizas, no sean solo símbolo de duelo, sino también de memoria.

Hubo un momento de silencio. Luego el sacerdote ofreció una última oración, mientras la nieve continuaba cayendo sobre las flores. Las rosas rojas se mezclaban con las cenizas en una despedida poética. Lorena apenas podía respirar entre tanto dolor contenido.

Al abandonar el cementerio, el ambiente se sentía distinto. A pesar de lo gélido, había una paz helada, un cierre necesario.

Pero la calma fue efímera.

De regreso a la mansión, Lorena fue interceptada por una figura que no esperaba: la señora Bennett. Su rostro ya no era el de una matriarca altiva, sino el de una mujer descompuesta por el odio y la pérdida.

—¿Están felices, verdad? —espetó con veneno en la voz—. ¡Destruyeron mi familia! ¡Mi esposo está muerto!

La mujer había quedado libre tras declarar no tener conocimiento de los actos de su esposo e hijos. La falta de pruebas concretas la mantuvo fuera de prisión, pero la soledad y la humillación la calcomian por dentro.

—Tú debiste morir al nacer —le gritó a Lorena con rabia inhumana—. ¡No eres mi nieta! ¡No lo eres! ¡Tu madre fue una prostituta!

Sacó un arma pequeña del interior de su abrigo de piel. Su mano temblaba, no por el frío, sino por el odio visceral que acumulaba desde hacía años.

—¡Señora, por favor! —exclamó Eladio, intentando calmarla—. ¡No haga esto, ya no más daño!

—¡No me importa! ¡Mis hijos están en la cárcel! ¡Y todo por culpa de ustedes!

Dos oficiales, que se mantenían a distancia por protocolo, comenzaron a acercarse lentamente, con manos en sus cinturones.

—¡Usted nunca los quiso, vieja bruja! —gritó Eladio, impulsado por años de rencor.

El disparo se escuchó seco y sordo, como un latigazo en la nieve.

Lorena cerró los ojos. No por el impacto. Sino porque, de algún modo, lo había esperado.




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