Se supo que al principio de su adolescencia, ellos no se hablaban entre sí, no por desinterés, sino porque su padre se los prohibía. Aunque ya eran adultos, seguían arrastrando el miedo como una cadena invisible. Librarse de aquello que tanto pesaba en sus hombros era más difícil que abrir la boca para decir la verdad. Su libertad pendía de un hilo, así que tomaron la decisión más cobarde, pero también la más humana: callar. Callar y seguir practicando el mal como si este jamás saldría a la luz. Pero no es así.
La Biblia, escrita desde hace más de mil años, ya lo advertía: "Porque no hay nada oculto que no haya de ser manifestado; ni escondido, que no haya de salir a la luz."
Y ese día llegó.
Los jóvenes, sin titubear, contaron cada crimen al juez. Tal vez fue eso lo que libró a algunos de ellos de la cadena perpetua. Por ejemplo, a Michael Bennett lo enviarían primero a un manicomio para ser evaluado durante un mes. Luego cumpliría diez años de prisión en caso de no encontrar anomalias en su mente. Su crimen había sido el asesinato por envenenamiento de una joven de dieciséis años. Un delito en primer grado.
Melquisedec, hijo del señor Bennett y viejo enamorado de Rebecca, fue condenado a treinta años con posible libertad condicional. Fue hallado culpable de tráfico de armas y sustancias prohibidas, en asociación directa con su padre.
Malkier, hijo de Beatriz, intentó minimizar su culpa. No era ningún tonto. No dijo cuántas mujeres había asesinado, solo admitió dos: la señorita Méndez y la última desaparecida. Pero sus silencios también pesaban.
A los dos gemelos les cayeron diez años. Solo habían cometido un asesinato, pero este fue en tercer grado, cuando ambos tenían apenas dieciséis años. La víctima: la hija de Melvin Lombour. La mataron a sangre fría. Describieron con escalofriante detalle cómo le habían removido la piel mientras aún respiraba. Uno actuó por celos. El otro, por lealtad a su hermano y Melquisedec, quien les indicaba qué hacer. Esa complicidad selló su destino y justificó su condena.
La chica, dijeron, murió desangrada.
Las demás jóvenes, en cambio, no murieron por celos ni venganza. Fueron asesinadas para extraerles los órganos. ¿Para qué? Para alimentar los experimentos del hospital infantil del pueblo. Una verdad tan grotesca que el juez, al escucharla, se quedó sin palabras. ¿Cómo era posible que jóvenes tan preparados, de una familia con tanto poder, fueran capaces de eso? ¿Qué clase de educación se impartía en esa mansión?
Jamás lo sabrían. El patriarca de los Bennett se había disparado en la cabeza, quitándose la vida antes de enfrentar su vergüenza.
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—Ya está —dijo Kevin al salir de la gobernación donde acababan de dictar sentencia a los hermanos Bennett.
Habían pasado dos meses desde aquel descubrimiento atroz. Dos meses de juicios, investigaciones, entierros y dolor.
Lorena no había tenido ánimos de escribir. Pero era su historia, la historia de su madre, la historia de todo un pueblo. Nadie más debía contarla.
—Vamos a hacerle el entierro a Rebecca —añadió Kevin con solemnidad—. Lo prometimos. Primero justicia. Después descanso.
—Sí —respondió Eladio, con la voz ronca de tanto callar en ese tiempo.
Esos dos meses oscurecieron cada rincón del pueblo de Georgia. Hubo entierros todos los días, lágrimas, prensa, y silencio. Silencio de los que no sabían cómo seguir después de tanta muerte.
Y aun así, entre tanto horror, el alma de Rebecca por fin tendría paz. Porque la verdad, esa que tanto intentaron enterrar, había salido a la luz.
Y con ella, cayó un imperio de mentiras.
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Editado: 04.09.2025