Ellos Mienten

⚡ CAPITULO 31

La pistola vibró entre sus manos y el estruendo le hizo perder el control. Un segundo disparo resonó en la noche helada. No tuvo equilibrio suficiente: el proyectil impactó el hombro derecho de Lorena y, por la cercanía, la bala atravesó su cuerpo y salió por la espalda. El cuerpo de la joven cayó como un fardo, su abrigo oscuro se tiñó de rojo contra la nieve.

Eladio gritó, corrió hacia ella con los ojos desorbitados, la recogió en brazos sin importarle mancharse. La sangre brotaba con rapidez, cálida en contraste con el aire gélido. Se quitó la camisa sin pensar y la presionó contra la herida, desesperado por detener la hemorragia.

—¡Lorena, por Dios! —jadeó, tembloroso—. No te duermas... no me hagas esto.

No había sido un solo disparo. Cuando alguien abría fuego delante de oficiales, la respuesta era inmediata. La señora Bennett también yacía en el suelo. Su abrigo de lana estaba rasgado, y su cuerpo parecía frágil y roto contra el hielo. Nadie sabía si aún respiraba.

La nevada continuaba cayendo, cubriendo lentamente la tragedia con su manto blanco. El viento silbaba entre los árboles, y la noche se cerraba con una intensidad asfixiante. El dolor no cesaba, y parecía que la oscuridad no traería descanso.

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Cuando llegaron los paramédicos, trabajaron de inmediato con manos firmes y rostros endurecidos por la rutina del horror. Confirmaron que ambas mujeres estaban vivas, aunque en estado crítico, y las subieron a la ambulancia. Las ruedas crujieron sobre la nieve endurecida mientras las sirenas cortaban el silencio dando aviso de una nueva tragedia.

La señora Bennett recibió tres disparos. Y estaba en intensivo. Los médicos permitieron que sus hijos se acercaran, por si no resistía.

Melquisedec, con el rostro rígido y los nudillos blancos, se detuvo junto al mostrador de ingreso. Había una mujer con uniforme beige escribiendo en un libro grande de registro, con pluma y tinta.

—Disculpe —dijo con voz firme—. ¿Podría informarme sobre una paciente? Lorena Johnson. Es mi sobrina.

La mujer levantó la vista, asintió y buscó entre las fichas ordenadas en una bandeja metálica. Repasó los papeles con agilidad, el sonido del papel era lo único que rompía el silencio tenso del pasillo. Antes de que pudiera responder, el detective Kevin apareció al fondo del corredor, caminando con paso rápido.

—Aún no hay un parte médico disponible, señor —respondió la mujer finalmente, cerrando la carpeta con cuidado.

Kevin se detuvo frente a Melquisedec. Su rostro reflejaba un enojo contenido que hervía bajo la superficie. Lo miraba como si hubiera cruzado una línea que ya no se podía deshacer.

—¿Cómo está mi hija, detective? —preguntó Michael, sentado en una banca con las manos unidas entre las rodillas. Su voz era apagada, como si hablara desde lejos.

Kevin ni lo miró. No respondió de inmediato. Su mandíbula se tensó antes de abrir la boca.

—Aun no tenemos nada de su salud. Lo que sí sé es que su madre irá a prisión en cuanto despierte. No me importa lo que "quería" hacer... Si todo esto no hubiese ocurrido, yo no estaría aquí. Ella habría seguido disfrutando de las riquezas que ninguno de ustedes merece. Quizás con el dinero suficiente incluso te habrían comprado la salida, Michael. Tú... que al menos aún no estás tan hundido como los otros.

—Lo siento...

—No lo digas —gruñó Kevin, con los ojos encendidos—. No te atrevas. Sea lo que sea que tienen ustedes en la sangre... quiero distancia. Han arrastrado a todos con ustedes. Incluso su madre... ya ni la libertad supo conservar. La estupidez más grande fue esa.

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Eladio seguía sin noticias. Ya casi despuntaba el día y él no se había movido del pasillo. Beatriz y Bere lo acompañaban, sentadas a su lado, vencidas por el cansancio en un sofá del ala este del hospital, donde la calefacción apenas funcionaba y el olor a cloro se mezclaba con el café frío.

A través de las ventanas empañadas, la nieve seguía cayendo. Afuera, la ciudad parecía detenida por el hielo; adentro, los minutos se arrastraban como si no quisieran avanzar.

Eladio notó que las mujeres cabeceaban. Llamó al chofer que estaba en la sala de espera para que las llevara a casa. Pero ambas se negaron. No se irían sin saber.

Poco después, un médico se acercó. Llevaba el rostro marcado por las ojeras, los guantes manchados y una carpeta bajo el brazo. Su voz retumbó en el pasillo.

—¿Familiares de Lorena Johnson?

Beatriz y Bere se levantaron de inmediato. Eladio ya estaba de pie antes de que terminara de hablar.

—Nosotros, doctor —respondió con premura.

—La jovencita está fuera de peligro —informó con un suspiro—. Quien contuvo la hemorragia lo hizo a tiempo, gracias a eso no perdió demasiada sangre. La bala atravesó el cuerpo y no quedó alojada, lo que redujo el riesgo de infección. Ya fue trasladada a la habitación número tres. Pueden verla. Despertará pronto.

—Vayan a casa —dijo en voz baja, mirando a las dos mujeres que lo acompañaban—. Yo me quedaré con ella.

Ambas asintieron, agotadas. La pesadilla aún no había terminado, pero al menos por esa noche, la vida había ganado.

Por su parte la señora Bennet . Sorprendentemente, sobrevivió a una operación larga y complicada. Cuando abrió los ojos, lo hizo entre tubos y máquinas rudimentarias que apenas zumbaban.

Eladio sintió cómo el peso de la noche se deshacía lentamente en su pecho. Por primera vez en horas, sus manos dejaron de temblar.




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