Ellos Mienten

⚡ CAPITULO 32

Eladio entró en silencio a la habitación. El sol de la tarde se colaba tímidamente entre las cortinas de lino, proyectando sombras suaves sobre las paredes claras. La estancia olía a medicina y lavanda. Lorena, aún dormida, reposaba sobre las sábanas blancas con el rostro pálido y el cabello rojizo extendido sobre la almohada como una llamarada tranquila.

Se acercó a ella con pasos silenciosos y acarició con ternura sus cabellos.

-Ya está todo solucionado, mi niña -susurró, con la voz quebrada por el alivio-. Cuando despiertes, todo estará bien. Te lo prometo... Desde ahora, seremos una familia normal.

Como si hubiera escuchado cada palabra, Lorena movió su brazo izquierdo. Fue apenas un leve roce, pero suficiente para confirmar que seguía allí... luchando, presente. A las tres de la tarde, mientras Eladio cabeceaba dormido sobre el borde de la cama, la joven abrió los ojos.

Su mano tocó el hombro de su abuelo, quien se sobresaltó al sentirla.

-¡Despertó! -exclamó una voz femenina desde la izquierda. Era Bere, que observaba desde la mecedora junto a la ventana.

Eladio alzó la vista y, al verla consciente, sonrió con emoción. La abrazó con delicadeza, evitando su herida, y llamó al doctor de inmediato. Después de un breve examen y unas indicaciones, el médico, con aire satisfecho, les dio el alta unas horas más tarde.

El chofer de la mansión los esperaba con el coche encendido afuera del hospital, abrigado hasta las orejas. La nevada había amainado, pero el aire seguía cortante. Eladio subió con su nieta envuelta en mantas, sosteniéndola en brazos con una mezcla de ternura y orgullo.

El vehículo se detuvo frente a una casa pequeña, de fachada clara, con un porche de madera y una cerca baja.

-¿De quién es esta casa? -susurró Lorena, mientras sus brazos rodeaban el cuello de su abuelo.

-Nuestra casa -respondió Eladio con una sonrisa-. Esta mañana, mientras dormías, alquilé este lugar. Es la casa de nuestros sueños.

-Me gusta -dijo con sinceridad-. ¿Y la mansión?

-Bueno... sigue perteneciendo a la señora Bennett. Parte del arreglo fue que nos dieran algo de dinero por ti. Al fin y al cabo, eres hija de Michael Bennett. Eso significa que, hasta que seas mayor de edad, están obligados a contribuir con tu bienestar.

Lorena frunció el ceño.

-Pero no quiero su dinero.

-Lo sé -respondió con calma-. Por eso no lo acepté. Esta casa la alquilé con mis propios ahorros. Hace tiempo que guardaba ese dinero... para algo mejor.

Lorena esbozó una sonrisa. Cuando entraron, sus ojos brillaron al ver su nueva habitación: era sencilla, pero acogedora. Una cama de madera barnizada, una colcha tejida con flores, una lámpara de mesa y un armario que olía a pino.

-Yo elegí los muebles -dijo Bere desde el umbral con una sonrisa traviesa.

-Me encanta -respondió Lorena, aún asombrada. La recostaron con cuidado para que no se forzara la herida. Ella cerró los ojos un momento, pero no tardó en quedarse simplemente despierta, observando el techo, pensando en todo lo que había cambiado.

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Esa noche, un murmullo lejano la despertó. La habitación estaba en penumbra, y la ventana mostraba la negrura del cielo. Afuera, la nieve caía en silencio. Se quedó quieta, escuchando las voces suaves que venían desde la sala.

Poco después, Eladio entró con pasos serenos. La cargó con cuidado entre sus brazos y la llevó hasta la mesa del comedor, donde varias personas la esperaban.

-Esta es tu primera cena familiar -anunció, con una calidez que llenó el cuarto.

Sentados a la mesa estaban la señora Beatriz y su esposo, Bere, Kevin y sus padres. Todos lucían abrigados, sonrientes, con platos humeantes y rostros cansados pero en paz. Era una mesa modesta, pero el calor humano la llenaba más que cualquier banquete.

Lorena los miró a todos y sintió algo nuevo: pertenencia. Por primera vez, no tenía miedo.

Entonces habló Andrés, con el rostro ligeramente sonrojado y el sombrero sobre las rodillas.

-Sé que me conociste como un viejo amargado y malhumorado... y te pido disculpas por eso, sobre todo por lo que dije de tu abuela. No debí hacerlo. Me sentí terrible después y ya pedí disculpas a tu abuelo.

-No tengo nada que perdonarle, señor Andrés -dijo Lorena, con dulzura-. La verdad... ni siquiera escuché eso.

Una risa general estalló alrededor de la mesa.

Kevin levantó la copa de vino que apenas tocó sus labios y propuso:

-Hagamos un minuto de silencio. No por tristeza, sino para enviar todo lo que pasó... al olvido.

Todos asintieron. Bajaron la cabeza y cerraron los ojos. No hubo palabras, solo pensamientos que se disipaban entre la luz cálida de la lámpara de aceite y el crujido del fuego en la chimenea.

Eladio, en ese instante, se permitió recordar. Vio de nuevo a la pequeña que le presentaron como nieta. Escuchó otra vez la noticia de la muerte de su hija. Recordó cada palabra que su esposa le había lanzado como puñal. Pero luego... lo dejó ir. Todo eso quedó atrás. Desde ahora, tenía la oportunidad de hacerlo mejor. Esta vez, no fallaría.




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