Una semana después, aún no sabían cómo estaba la jovencita. Por primera vez, él sentía angustia, y le parecía extraño; ver a su hermano como si nada le decía que no tenía la misma conexión con ella. Eso era, y eso fue siempre: esa conexión que tuvo desde el primer día que la conoció, que vio sus ojos tan parecidos a los de su amada.
"Tal vez no la merezca", le había dicho a su padre, pero en realidad, el que nunca mereció a ninguna fue él.
No pudo proteger a Rebecca, y ahora, después de muchos años después de la muerte de su madre, tampoco pudo proteger a Lorena.
A ninguna de las dos.
"A ninguna", se repitió una y otra vez. Melquisedec, no lo hiciste, nunca lo hiciste —se reprochó, castigándose mentalmente.
—Yo no puedo dejar de pensar en ella, ¿sabes? Quería matarla... —comentó Michael.
El psiquiatra había deducido que él tenía un nivel de psicopatía inestable y, por ende, debía pagar su condena. Los gemelos, Renato y Reaven, tenían un nivel menos alto en psicopatía, así que antes pasarían un tiempo en aquel lugar, antes de que se les hiciera el próximo examen.
—Te atreves tan solo a decirlo en voz alta —Melquisedec caminó al lado de su hermano. Estaban encerrados en la misma celda.
—Golpéame, anda, hazlo. Dijiste que no la merecía, tenías razón. No sé en qué estaba pensando al hacer aquello. Yo solo quería estar con ella. Con ella, con las dos. Tener una vida normal y vivir en una pequeña cabaña a la orilla de un lago. Cazar, pescar, decirle que la amo, decirle que conmigo estaba a salvo...
Ahora no.
Ahora solo quiero estar muerto —se sentó sobre el frío asfalto de la celda. No le importó el suelo helado.
Melquisedec se echó hacia atrás. Él, al igual que su hermano, quería una vida con ella. Lo entendía. Se sentó a su lado, en silencio, mirando la nada.
—Te entiendo, Michael. Eres un imbécil, y muy tonto. También egoísta, raro... y asesino. No puedo entender por qué eres así. Pero eso... eso lo entiendo.
Yo también preferiría estar muerto... como papá.
...
—¡MALKIER BENNETT, VISITA! —el oficial golpeó las barandillas metálicas de la celda. Él estaba dormido. Lo habían puesto en el ala oeste de la cárcel, no tan lejos de sus hermanos, pero para verse tendrían que coincidir en el patio.
Se levantó torpemente y se acomodó la cabellera rojiza. Salió detrás del oficial. Algunos hombres le silbaban, otros le gritaban atrocidades. El corazón le dio un vuelco al ver a su madre... y ¿un señor mayor? No sabía quién era.
La abrazó con fuerza. Saludó al hombre con un gesto cortés y se sentó frente a ellos.
—Veo que ya recibiste un saludo —dijo Beatriz, señalando su ojo morado.
Sí, eso. Había recibido algunos golpes al llegar a la celda. Su propio compañero se los había propinado.
—Y créeme, aún te falta. Así que espero que lo disfrutes —terminó de decir la señora Beatriz con una sonrisa. Malkier sonrió también, asintiendo.
—Estaré preparado. Y voy a sobrevivir —dijo aquello en un hilo de voz. Suspiró y posó su vista en el hombre.
—Seguro piensas: "Qué viejo tan feo, ¿quién será?" Bueno, sí es feo... pero es tu padre —comentó la señora Beatriz.
—Me lo imaginé —contestó él sin quitarle la mirada.
Andrés se removió en su silla, incómodo, sintiendo cómo esos ojos verdes profundizaban en su alma con cada segundo.
—Mi nombre es Malkier. Me hubiera gustado conocerte antes. Ya sabes... —miró a su alrededor.
—Yo también —Andrés esbozó una sonrisa y se puso de pie. Ambos se abrazaron por primera vez. Ese abrazo que tanto esperaban.
—¡Ya es hora! —gritó el oficial encargado de las visitas.
—Ya es hora... —susurró Malkier. Tomó por primera vez las manos de sus padres. Solo un segundo.
En ese segundo...
Se sintió a salvo.
Pero debía volver.
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Editado: 04.09.2025