Recorrí aproximadamente tres kilómetros de bosque, presa de los mosquitos y las ramas caídas que ya me habían rasgado el pantalón antes de llegar a la carretera del gran cartel.
“BIENVENIDOS A SINDERWHARE.
Pueblo a 16 kilómetros.
Frontera con Bencorer: 123 kilómetros”.
Rezaba el mismo, anunciando lo larga que sería mi próxima caminata. Al menos ya estaba en la carretera; la Colonia había quedado atrás, bien atrás. Ahora solo éramos yo, el asfalto y la oscuridad y esperaba que siguiera así durante todo el trayecto.
Era la carretera un cementerio del pasado, una imagen de una realidad tan lejana como añorada por muchos.
Los carros, esos mismos de las películas, estaban dispersos a lo largo del camino. Algunos volcados, otros en posición horizontal y llenos de agujeros de balas, algunos más grandes y otros más pequeños. También había otros revestidos de un color verdoso oscuro. Todos con un detalle común: estaban llenos de un óxido ennegrecido por el tiempo y vegetación que se habían adueñado de la mayoría.
Más adelante sabía que me esperaba una máquina metálica, la cual dicen que en los tiempos antiguos volaba. Ahora simplemente estaba allí, como un cadáver en medio de la carretera. Por aquel momento recordé lo que Eddie me había comentado sobre la máquina voladora que tenían funcionando en el Campamento Welliston D.R ; una que era más pequeña, con aletas que giraban y le hacían alzar el vuelo. Su nombre era “helicóptero”. Yo nunca lo he visto y, sinceramente, tampoco quiero, pero es interesante saber que los humanos teníamos inventos con una buena utilidad que aún siguen existiendo.
—Eddie.—No puedo evitar recordarlo, oír en mi mente su voz contándome las historias del mundo antes de la guerra y de las maravillas de otros asentamientos más cercanos a lo que era la capital del país.
Siempre con esa emoción y aquel brillo en sus ojos, como si añorara en silencio los tiempos antiguos, esos que ni él ni yo vivimos, pero que nuestros abuelos no dudaban en contarnos.
Yo siempre fui reacia a esas historias; no me importaba el pasado ni “los tiempos mejores”. No me importaba saber nada de un tal Trump, ni de su conflicto con los coreanos y rusos. Sin embargo, esas mismas historias ganaron un encanto único cuando las escuchaba de boca de Eddie.
Podía ver las imágenes en sus palabras, con unos colores tan vivos como el tono de su voz. Era algo especial, mi primer contacto sincero con el pasado a través del hombre que más amé después de Brock, mi anterior marido y padre de Matthew.
—Matthew.—Su imagen apartó aquellos pensamientos sobre Eddie. Pude ver en la oscuridad su cara enclenque y sus ojos brillosos. Escuchaba junto al viento su pecho agobiado por aquel silbido y el ruido de motor de sus pulmones, todo a la vez, haciendo un festival del horror en mi cabeza, trayéndome a la conciencia ideas de un final donde el brillo de sus ojos, de un momento a otro, se apagaba. Meneé la cabeza y volví a apurar el paso. Cada segundo de esta caminata era en extremo valioso.
Tras un tiempo largo de recorrido, podía divisar la máquina voladora en la distancia.
Escuchar el viento silvar entre los árboles era una experiencia inquietante, teniendo en cuenta que no podía encender la linterna por el momento. Tenía que ahorrar la batería hasta por lo menos llegar a Sinderwhare. A veces crujían las ramas de los árboles o se movían las hojas secas en el piso, dejándome al borde de una tensión constante a cada paso que daba. De momento podía entender a los vigilantes y su costumbre de reaccionar con la guardia en alto ante cualquier sonido.
Finalmente, llegué a donde estaba la máquina; era un coloso blanco con unas letras rojas y gigantes que evocaban una frase en un idioma que desconocía. Me planteé rodearlo, pero no quería volver a adentrarme en el bosque, así que busqué la grieta en el suelo por donde siempre pasan los exploradores cuando van a Sinderwhare.
El espacio no medía más de unos centímetros de ancho. Me pregunto cómo Bob, el explorador 0014, pasará por ahí; el hombre es gordo como él solo a pesar de vivir más en esta carretera que dentro de la Colonia.
Sin dudarlo ni un segundo más, me adentré a gatas por el hueco. La altura era suficiente para pasar sin tener que quitarme la mochila, pero sí tuve que llevar el rifle en las manos debido a que chocaba con la pared metálica antes de entrar. Adentro, estaba oscuro; la salida era visible, pero a una distancia algo considerable. Me arrastré con la mayor de las dificultades; el maldito agujero era más estrecho adentro de lo que parecía por fuera y el suelo estaba plagado de gusanos, huesos pequeños y algunos otros bichos que nunca antes había visto. Hay personas que creen que nosotros los cazadores conocemos todos los animales habidos y por haber solo porque salimos a cazar todas las mañanas; sin embargo, no es así. Estamos acostumbrados al alce, al oso y a la ardilla, pero no a animales pequeños de apariencia casi extraterrestre, ni a bestias muy grandes que solo hemos visto en las películas.
Unos ruidos ahuecados resonaban dentro de la estructura metálica; parecían pasos humanos o de algún animal grande. Contuve la respiración por un momento y detuve la marcha. La carne podrida desprendía un olor insoportable que se condensaba con fuerza en aquel espacio. Las arcadas eran inevitables.
Los sonidos pasaban de fuertes y contundentes a lejanos y débiles. Fuera lo que fuera, se estaba alejando y yo tenía que aprovechar ese momento para salir de aquel agujero de mierda. Aparté huesos, quité telas de araña y finalmente, con el sonido de fondo volviéndose a intensificar, salí al exterior.
Sentí un gran alivio al volver a ver la luz de la luna y los nubarrones oscuros que se abalanzan lentamente sobre ella. El aire era fresco, aunque algo seco, mientras que los sonidos sospechosos de la noche volvían a resonar. Decidida, me dispuse a seguir caminando hasta que un nuevo sonido me hizo dar la vuelta. Era un chirrido proveniente de una de las ventanas circulares del coloso blanco. Una mano humana se deslizaba con obstinada cadencia sobre el cristal, mientras que un rostro de hombre con la mirada ausente me observaba tras la ventana.
Aquella escena me heló la sangre, mi corazón dió un salto brusco dentro del pecho y mi primera reacción instantánea fue amartillar el arma .
El hombre no paraba de mirarme con la mano plasmada en el vidrio. Movía la nariz frenéticamente, haciendo que el cristal se empañara y su cara se difuminara tras la marca de humedad.
Yo comencé a retomar la marcha sin apartar la mirada de la ventana. La silueta humana comenzó a golpearla una y otra vez con el puño cerrado. Por cada paso que daba, el golpe se intensificaba. Estaba claro que ese comportamiento errático no era normal, aquella cosa era un forastero .
Los nubarrones llegaron a la luna y la consumieron por completo; por un momento me quedé a oscuras, sola, con el sonido de una ventana que no parecía querer ceder a los golpes. Seguí caminando. Apreté el paso. Ahora mi respiración se había agitado y la incertidumbre comenzaba a gobernar mi mente. No veía nada, solo escuchaba el repiqueteo del cristal mezclado con el sonido de los árboles. Intenté por un momento sacar la linterna de la funda, pero mis manos sudadas y tambaleantes comenzaron a ponerse en mi contra. Cuando logré sacarla, se me resbaló y cayó en el suelo. —Maldita sea, Jennifer —me dije.
El sonido de los golpes había cesado en tanto me agaché para recoger la linterna. Rápidamente la encendí.
Ahora solo éramos yo, el círculo lumínico, la ventana y…
—¿Dónde… a dónde carajos fue? —El forastero se había ido; ahora solo quedaba una ventana vacía que presagiaba un peligro mayor.
Observé por un momento la ventanilla, intentando imaginar los siguientes pasos de la criatura. Sabía que ellos todavía poseen cierto rastro de la inteligencia humana, rastro que era borrado poco a poco a medida que “ellos” hacían de su cuerpo un cascarón sin alma e intelecto. Por eso, pensar como forastero era también hacerlo como humano y, si yo fuera él, claramente intentaría salir por la puerta del coloso.
Di un último vistazo antes de apresurar nuevamente mis pasos; el silencio era abrumador. Seguía sin haber pistas del próximo movimiento de la criatura, pero yo no me quedaría allí esperando para saber cuál sería.
Retomé mi camino, esta vez con la linterna encendida. El espectral brillo de su luz hacía irónicamente que todo a mi alrededor se volviera más tétrico y misterioso. Solo podía ver con claridad un círculo mediano delante de mí; lo demás eran tinieblas.
Intenté desligar mi mente del forastero, pero no podía; todavía veía su rostro tras la ventana cada vez que cerraba mis ojos y escuchaba el rechinar del vidrio escondido en el repiqueteo de las hojas secas batidas por el viento.
Cuando estaba más o menos a una distancia de cincuenta metros, un nuevo sonido metálico se escuchó en el ambiente. Era muy parecido a los pasos que había escuchado mientras pasaba por el agujero. Me di la vuelta con el corazón en la boca. Apunté con la linterna el cadáver del coloso y, en lo más alto de su estructura, pude ver la imagen de un hombre mirando en mi dirección, con las ropas rasgadas, las uñas largas y el pelo hecho un nido de aves. Ahogué un grito al tiempo que comencé a acelerar mis pasos.
El hombre dio un salto imposible y cayó de pie contra el asfalto, flexionando las rodillas y levantándose como si nada. Cuando el haz de la linterna incidió contra él directamente, pude darme cuenta de que no tenía sombra. Eché a correr.
El peso de la mochila y las botas de montaña me relentizaban el paso, pero aun así seguí corriendo. Corría sabiendo que era muy probable que aquella cosa me alcanzara y no era capaz de imaginar las cosas horribles que podía hacerme.
Pero no podía morir, no hoy; Matthy me necesitaba y esa idea, ese simple recuerdo constante, era el motor impulsor de mis pies.
El forastero corría tras de mí; podía escuchar sus pisadas irregulares como las de un oso embravecido.
Él estaba cada vez más cerca. Podía sentir sus jadeos casi rozándome las espaldas. Su respiración sonaba como la de un perro cansado; no podía siquiera imaginar cómo se vería su rostro.
Finalmente, se abalanzó sobre mí; la linterna salió disparada a unos metros y el rifle a pocos centímetros de mis manos.
El forastero tenía una fuerza descomunal, como la de un gorila. Apretaba, jalaba, rasguñaba y finalmente azotaba mi mochila para arrancarla. Yo me di la vuelta y pude verlo cara a cara. Él comenzó a olfatear y, tras una mueca, dio un salto hacia atrás.
Aproveché para deslizarme hasta el rifle. Lo tomé con determinación y apunté a la criatura. Tras jalar del gatillo, asesté un disparo en la frente del forastero, el cual cayó de bruces contra el pavimento. Di un salto algo torpe, pero logré ponerme en pie y correr hacia la linterna; la recogí y apunté en dirección al engendro.
Él se retorcía en el suelo, haciendo un esfuerzo irregular para ponerse de pie. Después de un rato de giros inhumanos y sonidos guturales, logró estabilizar su cuerpo. Ahora tenía un agujero ensangrentado en la cabeza, dejando expuesto su cráneo latente y chorreante. Su mirada seguía siendo la misma y, al parecer, no tenía en sus planes detenerse.
Antes de salir corriendo nuevamente, un pensamiento abrupto envolvió mi mente; era una voz que advertía un recuerdo que por el miedo y la desesperación había ignorado: —¡La piel de cerdo, Jennifer!— La voz tenía razón, ¿cómo podía haber olvidado ese detalle?
Ya sabía por revelación de Eddie que la piel de cerdo limpia distraía a los forasteros; ellos la confundían con el olor de la carne humana. —No sabemos como funciona, pero dicen los exploradores que es eficaz, sobre todo en la oscuridad cuando ellos no se pueden guiar por la vista —me había dicho él. Aquella, sin lugar a dudas, era la oportunidad perfecta.
Apagué la linterna y me la puse en la boca. Luego me eché el rifle al hombro y la mochila al frente. Batallé por unos instantes con el cierre de la misma y finalmente saqué aquel trozo frío y viscoso de piel de cerdo.
El forastero había caminado hacia mí, yéndose de un lado al otro como si estuviera borracho. Alzó la cabeza y comenzó a olfatear.
Sin esperar que este siguiera acercándose, lancé la piel de cerdo lo más lejos que pude hacia la zona boscosa. El ruido que hizo al caer fue el de un saco de arena azotado contra el suelo ligado con el crujir de las hojas secas que había en el límite del camino con el bosque.
La criatura siguió la piel con la mirada durante todo el arco que dibujó en el cielo. Cuando cayó, él desvió su camino, abalanzándose sobre el vestigio de cerdo. Había funcionado, había logrado distraer al forastero. Tal vez si me quedaba unos momentos allí, podría ver qué se supone que ellos le hacen a sus víctimas. Pero mi prudencia era mayor que mi curiosidad. Di cinco pasos silenciosos hacia atrás, mirando aún a la criatura, y finalmente volví a acomodar las cosas en su lugar y salí corriendo, sintiendo la mochila más ligera y mis pies aún más ágiles.
El forastero había quedado atrás después de aquella gran carrera. No sabía cuánto tiempo había corrido; posiblemente fueron cinco o diez minutos, pero sentía como si lo hubiera hecho durante toda una hora.
Jadeaba y sudaba a mares. El olor corporal se mezclaba con el de la carne podrida, dando una amalgama repugnante de olores que amenazaban con hacerme vomitar en cualquier momento. Además, las plantas de los pies me latían al ritmo de mi corazón.
El forastero había quedado atrás, pero la experiencia se quedó conmigo. Tenía miedo de que saliera algún otro engendro de entre los bosques o de dentro de alguno de los carros que iban apareciendo en el camino.
—No es muy normal que ellos deambulen muy lejos de los pueblos, pero desde que saben que los humanos se esconden por los bosques, algunos de ellos han salido a buscarnos por todos lados —recordaba escuchar decir a Eddie. Su voz sonó tan clara en mi cabeza como el día en que me había dicho aquello. Por una parte, era tranquilizante saber que aquel forastero era un caso aislado, que posiblemente no me encontraría ninguno más en el camino. Pero la idea de que pudiera haber muchos en Sinderwhare me llenaba de un terror expectante.
Caminé durante un tiempo indeterminado. Las nubes habían dejado de obstruir la luna, la cual se había centrado en el cielo. Luego la habían vuelto a cubrir, pero ahora eran unos nubarrones más tupidos acompañados de algunos relámpagos que se iluminaban en su interior. Esperaba que no lloviera o por lo menos no por ahora.