Ellos no tienen sombra

Capítulo III: El pueblo

Entre relámpagos y nubarrones llegué a Sinderwhare. El panorama era deprimente.
Una horrible torre de madera corrompida con un par de reflectores apagados me recibió con la misma emoción con que lo hizo la carretera. Sabía que no era la única que me encontraría, ya que desde la distancia había logrado ver cuatro torres más dispersas por el centro del pueblo.
Más adelante, un edificio me recibió con un curioso dibujo gigante. Era la imagen de un tronco de madera sonriente al que solo le quedaba el rostro y poco más de su mano que sostenía un serrucho; el resto del mismo había quedado borrado por el tiempo.
«La industrial maderera, ¿eh?», me dije al recordar cómo Eddie me contó en uno de sus “viajes al pasado a través de la historia” que este pueblo de mala muerte se dedicaba a la poda y exportación de madera.
—Ellos estaban más que orgullosos de eso, al punto de tener de insignia a un pedazo de madera sonriente que lo pintaban hasta en sus culos, dándose golpes en el pecho de que ese era el fuerte de su economía… por eso estaban tan mal.
Y allí estaba yo, frente a ese “pedazo de madera”, sonriendo por aquel vago recuerdo de mi hombre y sus historias, rememorando su tras aquel comentario y cómo el brillo de sus ojos había llenado mi corazón de una satisfacción indescriptible. Un pequeño atisbo de felicidad me acarició la mejilla a la par que desaparecía tras una bofetada de la realidad.
«Tu hijo Jennifer, estás aquí por tu hijo».
Di un último vistazo al dibujo y seguí mi camino. Con cada paso que daba, podía sentir como un hormigueo punzante comenzaba a recorrer mi cuerpo desde la planta de los pies hasta los riñones. La fetidez de la carne podrida y el sudor ahora se ligaban con aquel olor particular del pueblo, uno a madera enmohecida y aguas estancadas. Tuve que llevarme las manos al rostro luego de que una sensación de mareo acompañada de un “algo” que subía hasta mi garganta y luego volvía a mi estómago me había comenzado a atacar. Aquello no hacía más que intensificarse por minuto hasta que ese “algo” quedó estático sobre mi pecho. Ahora eso, junto a las secuelas de una caminata ininterrumpida, consumieron mis fuerzas y deseos de seguir andando.
«Matthy… hazlo por Matthy», me decía con insistencia, pero mi cuerpo anunciaba que estaba pidiéndole demasiado.
Levemente desvié mi camino y me apoyé contra una señal. La flecha izquierda anunciaba “W. Whitman St.” , mientras que la que apuntaba al norte rezaba:
“F. Stalon St.
Plaza Rudy H. Colleman”
A la plaza… solo tenía que llegar a la plaza… Antes ya había escuchado decir a algunos exploradores que esa era una de las bondades de Sinderwhare; todo lo importante estaba concentrado en un mismo lugar; seguro allí también estaba la farmacia.
Bajé la cabeza; no pude evitar tomarme aquel descanso. Si seguía caminando, posiblemente tarde o temprano me desmayaría en medio del camino y ahí no me cabía duda de que estaría más jodida de lo que ya estoy.
Ese deseo de vomitar pero no poder me estaba matando; algo tenía que hacer para lograrlo, algo tenía que hacer para quitarme ese va y ven de dentro de mi pecho y garganta.
Intenté inclinándome al frente y haciendo sonidos guturales; no pude. Intenté golpeándome levemente el estómago; tampoco pude. Finalmente, tuve que acudir a la más asquerosa de las posibilidades. Me metí el dedo del medio en la boca lo más profundo que pude y me incliné hacia adelante en tanto daba vueltas con el dedo. El vómito seguía negándose a salir en tanto la sensación no hacía más que pronunciarse.
Me metí otro dedo e hice lo mismo que con el anterior. A la par, estimulé mi pensamiento, dejé que la orquesta de olores putrefactos creara imágenes de todo tipo en mi cabeza. Poco a poco las arcadas eran mayores; sentía como si la vida se me quisiera escapar por la boca. La cabeza me martillaba y el viento a mi alrededor comenzó a batir al ritmo de unos truenos fortísimos.
El vómito subía y bajaba, subía y bajaba; el dolor de cabeza se agudizó y, junto con él, un latido comenzó a sonarme en los oídos. Retumbaba cada vez más fuerte, cada vez más insistente. Entonces el ruido del ser misterioso dentro de la mole metálica volvió a resonar en mi cabeza; sus gritos de ¡Ayuda! aparecieron como un fantasma que surcaba el viento. Todo se intensificaba a la par que yo sentía que ya no podía más, que mejor me sacaba los dedos de la boca y me echaba a morir. Lo había intentado, lo había intentado y casi lo lograba si no fuera por estas náuseas y esta sensación de fatiga insoportable… Matthy, perdóname, yo…
“¡NOOOO!”, aquella palabra tronó en mi cabeza y entonces pude verlo con claridad. Allí estaba Matthy, tendido en la cama con los ojos perdidos mientras su pecho daba su último aliento. Él se despedía de la vida mientras Melissa gritaba impotente a sus pies. Mi niño se apagó, como la llama de una vela cuando sopla el viento; ya no quedaba más que un cascarón inerte que más pronto que tarde se lo acabarían comiendo los gusanos.
Aquel pensamiento, aquella mierda de idea, hizo que mi estómago se volviera contra sí mismo. Me encorvé en un ángulo exagerado y vomité, vomité hasta que mi cabeza se quedó vibrando, hasta que mis pensamientos se callaron al unísono.
Estuve encorvada por unos minutos. Las piernas me temblaban, mi cabeza daba los últimos golpes sordos a mis oídos, la respiración poco a poco volvía a tomar su curso original y mi pecho ya no estaba obstruido. Pero no estaba bien, me sentía como una mierda de perro pisada.
Suavemente me reincorporé y me eché el cabello para atrás. La linterna se me había vuelto a caer en algún momento. Si ese trasto seguía cayéndose, acabaría sirviendo tanto como la industria maderera de este pueblo.
La tomé en mis manos y la encendí. Cuando verifiqué que seguía funcionando, la volví a apagar.
«Matthy… esto fue solo mi imaginación, ¿verdad?, solo fue eso». Ya no estaba segura de nada; se había sentido tan real, aquella imagen había sido tan nítida que podía haber…




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