La caminata se me hacía eterna al ritmo de una noche que parecía no querer acabar. La luz de la luna se filtraba por momentos entre las nubes, en tanto los rayos que se dibujaban en el cielo alumbraban fugazmente el camino. A lo lejos se divisaba la plaza del pueblo, con cuatro torres de madera que se alzaban en las esquinas del lugar.
Yo miraba a mi alrededor, observando todos los edificios de ladrillo que se levantaban a los costados, algunos bastante bien para el tiempo, otros hechos historia silente de una civilización que ya no existe.
Bill, por su parte, se limitaba a caminar, silbando por momentos, soltándome una mirada intrusa por otros. Tal vez creía que no me daba cuenta, pero sabía que en esos pequeños momentos él me estaba analizando, viendo cómo por segundos mis pies se entrelazaban torpemente y cómo varias veces sacudí la cabeza debido al dolor punzante.
—Ya estamos llegando, cazadora —dijo de un momento a otro, sin dejar de mirar al frente. No respondí ni hice gesto de interés alguno. Solo me concentraba en ignorar los dolores y fingir la mayor normalidad que me podía permitir.
—Sabes, extraño mi colonia —volvió a decir él. Al parecer quería iniciar una conversación, cosa que yo realmente me había esforzado en evitar. Estaba demasiado cansada, adolorida y hambrienta para seguirle el ritmo. Me limité, por tanto, a responderle con un gruñido.
—Mi gente… —Él continuó hablando mientras enroscaba los dedos de su mano izquierda en el pelo de su barba —…amigos, mi familia, pero sobre todo a mi nieto.
Mi estómago dio una sacudida violenta, haciendo que me llevara las manos hacia el vientre. «Nieto», esa palabra tan simple me había generado un sentimiento confuso de comprensión hacia él.
Al volver mi mirada, intenté ver en su rostro al abuelo que extrañaba a su nieto, pero sobresalía la imagen del extraño de Sinderwhare, el hombre que supuestamente todavía parecía capaz de amar, extrañar y anhelar, pero también de volarte la cabeza de un balazo si le era preciso.
Yo no pude hacer más que seguir resguardada en la cautela y el silencio. Bill, por su parte, me miró de reojo, sonrió levemente y se llevó la mano hacia uno de los bolsillos de su abrigo. Sacó un papel que claramente había tenido mejores años y lo sopló.
—Mira, esta es una foto de él —dijo poniendo cerca de mi cara aquel papel.
La imagen era poco nítida, con un color entre amarillo y blanco; sin embargo, llamaba al instante la atención la figura de un niño con una marca de nacimiento sobre la ceja parecida a una mancha de petróleo. El niño estaba enlazado al cuello de un hombre esbelto con la cara borrosa y un uniforme ennegrecido. Imposible que ese fuera Bill, al menos no el que yo conocía.
No pude evitar quedarme asombrada, no tanto por ver lo que parecía ser una prueba de la palabra del viejo, sino por lograr ver una fotografía de verdad. Aunque para nada se parecía a las descritas en las historias de Eddie. Según él, las que había visto en su viaje a Welliston D.R. eran coloridas y “parecían capturar tanto la imagen como el alma de la persona”. La de Bill, comparada con esa descripción, tenía la palidez y fragilidad de un hueso viejo.
—Es… interesante —respondí casi en un susurro inexpresivo. Aparté la mirada de la imagen y me llevé nuevamente la mano hacia el estómago. Mis intestinos gruñían como perros enojados.
Bill me miró, se quedó con los ojos clavados en mi rostro y luego los bajó hasta mis manos. Gruñó por un momento antes de guardar la fotografía. Para cuando lo vi de reojo, ya había vuelto a rizarse la barba con sus dedos.
—¿Tú tienes familia, Nora, esposo, madre, padre, hijos?
—Tengo un hijo.
—Oh, qué bien. ¿Es pequeño?
—¿Importa ahora? —Estaba consciente de lo evidente que se hacía el fastidio que expulsaba mi voz, pero no consideré necesario disimularlo. A ver si así lograba que aquel viejo dejara hacerme preguntas o de plano dejara de hablar.
—Venga ya, es una pregunta simple —respondió mientras asestaba una pequeña palmada sobre mi hombro. Yo me corrí un poco hacia la derecha.
—Lo siento, Bill… pero no me siento lo suficientemente bien como para conversar.
Él calló por unos segundos antes de expulsar una larga bocanada de aire.
—Entiendo —escupió finalmente con un desdén tan marcado como las arrugas de su frente —.Solo quería hacer de este viaje algo más ameno.
—Y puedes hacerlo, callándote. —Aquella última palabra fue el sello que marcó el final del intento fallido de conversación.
Bill marchaba ante una columna de misterio que había nublado su rostro; yo, mientras tanto, luchaba por seguir soportando sin quejas los dolores que recorrían todo mi cuerpo. Estaba cojeando y apretando los dientes ante cada paso. Mi mente se había vuelto una nube de incógnitas donde destacaba una sola pregunta: ¿cuándo vamos a llegar a la maldita farmacia?
—Mira —como una respuesta retardada, acabó diciendo Bill mientras alzaba la mano hacia el noreste —Allí está la farmacia. —Su tono de voz ahora sonaba más cortante y cargado de indiferencia. ¿Acaso le molestaron mis respuestas? Pues a la mierda, si así lo mantenía a raya, me daba igual.
Nos acercamos al edificio medianamente intacto. Este poseía una vidriera rota que decía: FAR…IA; las otras letras habían sido llevadas junto al cristal. El interior era amplio, pero estaba completamente oscuro y desprendía un olor a fármacos y humedad muy fuerte.
La puerta estaba cerrada, pero suponía que tampoco sería tan difícil de abrir. Al acercarme a ella, Bill me tomó del brazo.
—Hey —exclamó mientras clavaba sus ojos en los míos—. Primero revisa la puerta.
—¿Por qué?.
—Si los tuyos son inteligentes, habrán puesto una trampa que solo los exploradores de tu colonia conocen.
Tenía sentido su comentario. Una trampa sería la mejor forma de alejar a saqueadores despistados de otras colonias o de grupos marginales. Una forma simple de anunciar que “este pueblo ya tiene dueño”.
Asentí al tiempo que él me soltaba el brazo. Saqué mi linterna y apunté con la misma hacia la puerta. Lo primero que pude notar es que el cristal del lente se había roto, dejando ver una horrible raya negra por la mitad del haz de luz. Lo segundo que pude ver fue una vaga incidencia de luz ante una fina línea que iba desde el picaporte hasta el interior de la vidriera rota. Era un hilo de nailon transparente.
—Y bien, ¿hay algo? —dijo Bill con aquella dejada indiferencia que había adquirido al hablar.
—Sí, un hilo de pesca que conecta la puerta con algo en el interior.
Su respuesta fue un gruñido y llevarse la mochila hacia su pecho. Empezó a urgar en su interior. Yo comencé a seguir el camino trazado por el hilo de pesca. Al llegar hacia la vidriera, apunté con la linterna hacia adentro, donde pude notar una escopeta reposando con firmeza sobre una repisa. El hilo conectaba con el gatillo del arma que esperaba pacientemente su próxima (o primera) víctima.
—Hay una escopeta apuntando hacia la puerta.
—Bastante típico —respondió él sin dejar de husmear en sus provisiones —los tuyos son ingeniosos, pero predecibles. —Al decir esto sacó una pinza de presión.
Lo miré mientras arqueaba una ceja. Tal vez era su tono de voz o el desdén de sus palabras, pero lo había sentido más desafiante que sincero. No era un veterano compartiendo un truco. Era un depredador enseñándole a la presa lo predecible que era su guarida. Y si mi guarida era predecible para él, posiblemente yo también lo era.
Él me ofreció las pinzas y yo las tomé. Fui nuevamente hasta la puerta y aplasté con mucho cuidado el hilo, que claramente no cedería ante un simple movimiento.
—¿Necesitas ayuda? —dijo Bill viendo cómo me batía contra el alambre con las pocas fuerzas que quedaban en mis manos.
—No, ya lo tengo.
Él soltó un bufido en tanto las pinzas se deslizaban entre mis manos por el sudor y los temblores.
—Vamos… —dije entre dientes. Bill había comenzado a silbar.
Finalmente, las pinzas repiquetearon contra la puerta y se acabaron precipitando al suelo. El hilo había comenzado a sacudirse con violencia y yo, casi por instinto, me pegué contra la pared de al lado. El arma no se disparó.
Bill se quedó por unos instantes observando la situación y luego soltó una risa discreta. Se acercó a la puerta, agarró las pinzas y las aplastó contra el nailon. Bastaron cuatro vueltas al mismo para que se partiera en dos; un pedazo se quedó oscilando en la puerta y el otro se contrajo hasta el interior del local, donde se escuchó un estruendo sordo.
—Menos mal que no necesitabas ayuda, Nora.
Aquella voz castrosa tuvo la respuesta que merecía, un silencio sepulcral acompañado con una torcida de rostro.
Me dispuse a caminar al interior de la farmacia cuando el viejo volvió a envolver con sus arrugados dedos mi brazo.
—¿Puedes dejar de hacer eso? —aquella frase salió de mi boca como una flecha disparada al centro de una diana. Él me soltó al instante y dio dos pasos atrás levantando las manos.
—Hey, solo quería decirte que tuvieras cuidado, puede que adentro haya más trampas —dijo antes de que su rostro se ensombreciera—, incluso puede que haya “forasteros”.
—¿Tú no vas a entrar?
—No, yo me quedaré acá afuera, cuidando la entrada.
Fruncí el ceño en tanto paseaba la mirada por el interior de sus ojos. Intentaba encontrar intenciones negativas más allá de aquella muestra de buena voluntad. Pero solo pude ver una frialdad calculada rodeando su iris como un candado en el cerrojo de una puerta.
—Vale —dije antes de seguir mi camino. Al entrar en la farmacia, di un último vistazo atrás y vi a Bill haciendo los mismos gestos ritualistas que había hecho antes, pero esta vez moviendo la mano a la inversa. Él se dio la vuelta y sonrió
—Es para que mi Dios te proteja —dijo tras una pequeña carcajada conciliadora.
Me volví hacia el interior, no sin dejar de sentir que estaba acorralada; Bill ya no era un falso compañero de viaje, era un leopardo escondido entre los arbustos esperando que el antílope se distrajera para atacarlo.
Ese pensamiento me hizo desenlazar el arma del hombro y rastrillarla, sintiendo cómo el sonido metálico rebotaba por las paredes del lugar. Con toda seguridad, Bill lo había escuchado y esperaba que le sirviera de aviso de que él no era el único que estaba preparado. Yo no sería su puta presa; si el me daba guerra, yo le correspondería.