Ellos no tienen sombra

Capítulo V: El giro

La farmacia era grande, pero poco espaciosa. Estaba llena de estantes, una parte de ellos vacíos y la otra mitad recostados a las paredes.
El suelo estaba sembrado de carteles amarillos y una cantidad incontable de pastillas. Encontrar un inhalador aquí sería un reto, pero no había vuelta atrás.
Encendí nuevamente la linterna y comencé a caminar con lentitud sobre las pastillas y los carteles.

“Estados Unidos para los estadounidenses”, anunciaba una pancarta descolorida en una de las paredes.

“Fuera de aquí, migrantes de mierda”, decía otra en la que había un dibujo de un hombre blanco trajeado dándole un puntapié a otro más oscuro que tenía un sombrero alargado, un bigote gigante y una nube sobre su cabeza con la palabra “órale” escrita adentro.

“El culo de mi mujer apesta, pero más lo hace el comunismo”, seguían las pancartas, pegadas casi consecutivamente, interrumpidas nada más por pequeños banderines de color rojo, azul y blanco.
Más adelante había un calendario estrellado contra el suelo.

—2029… —Era el año que advertía el margen superior del calendario. Ver aquello hizo que dentro de mi vientre comenzara a brotar una sensación de calor que se extendió como el fuego por todo mi interior. Un escalofrío me comenzó a recorrer la espalda al recordar que aquel había sido el año en el que empezó la Gran Guerra.
Seguí caminando, consciente de que todo en aquel lugar resguardaba aún el eco del pasado. Cada esquina, cada cartel, incluso las mismas pastillas desparramadas por el suelo, escribían una historia con mucho más sentido y gloria que aquella que se escribía en este presente incierto.
Por un momento pensé en Eddie y en cuánto le hubiera gustado recorrer este lugar, señalando las pancartas, deteniéndose ante el calendario, observando el reloj detenido sobre el mostrador. “¡Esto es una mina de oro!”, hubiera exclamado el maldito bribón.
—Concéntrate, Jennifer —me dije y seguí mi camino. Alumbraba los estantes, observando cómo las telarañas oscilaban en la madera de los estantes vacíos. El olor se acentuaba a medida que caminaba hacia el interior, llegándose a juntar de mala gana con la fetidez de la carne bajo mi chaqueta. Más adelante me esperaba un mostrador cubierto con una capa pronunciada de polvo.
Detrás del mismo, había dos hileras de estantes de metal oxidado y en el medio una puerta con el cristal roto que anunciaba en unas letras borrosas: farmac…o Bra…o Benett. En la pared de arriba estaba el reloj detenido en las 2:35 y sobre él un cartel con la frase “medicamentos controlados” y dos flechas negras que apuntaban los estantes de atrás del mostrador.
Uno de los estantes estaba casi vacío en comparación con el otro, al cual pensaba dirigirme.
Pasé por encima del mostrador y me puse a revisar hilera por hilera en busca del inhalador.
Amoxicilina, atorvastatina, acenocumarol, amlodipino, apixabán eran algunos de los nombres que había logrado ver en la primera hilera. Supuse que estaban organizadas en orden alfabético; sin embargo, no había logrado encontrar la marca del inhalador entre los medicamentos de aquella hilera.
Seguí buscando más abajo hasta ver que en la tercera ya había medicamentos como el baclofeno y la buprenorfina. Sí o sí debía estar en alguna parte de la segunda hilera.
Volvíamos a los nombres con A: Apixabán, aprepitant, alprazolam, pero nada del inhalador.
Mi corazón dio un pequeño salto dentro de mi pecho cuando, por fin, un poco más allá de la mitad de la hilera, había un pequeño cartel empolvado que decía Albuterol. Pero al mirar dentro pude notar que la ranura estaba vacía.
—Mierda. —La emoción por leer la palabra se apagó como la luz del sol consumido tras nubes de tormenta. Pero no podía permitirme el desánimo; debía seguir buscando.
Comencé a mirar a mi alrededor, a ser consciente más allá del estante. Miré al suelo donde había un montón de frascos y cajas pequeñas.
—Puede ser que… —Rápidamente me agaché, no sin sentir cómo mis rodillas clamaron ante la brusquedad de mi acción. Una pequeña punzada comenzó a recorrerme los pies, pero no era nada que no pudiera soportar. Ahora no podía pensar en otra cosa que no fuera encontrar un maldito inhalador.
Comencé a revolver los frascos, las cajas y las pastillas.
Valsartán, montelukast, tamsulosina, tantos putos nombres, pero ninguno era el que buscaba.
Cuando pensé que no encontraría nada entre tantas cosas, la hallé, una caja menuda y aplastada que decía Albuterol. La tomé en mis manos notando al instante que estaba demasiado ligera.
Como lo podía esperar, estaba vacía.
—Joder, dame un respiro.
Me levanté con lentitud y volví a mirar a mi alrededor. En alguna parte debía de estar; no podía ser que de tantas pastillas y medicinas no hubiera un jodido inhalador.
Dirigí los ojos al mostrador, viendo las disímiles gavetas cerradas que había en él. Me acerqué a la primera de la esquina izquierda y comencé a buscar dentro de ella.
Papeles y más objetos extraños fue con lo que me topé en su interior, así también en la segunda y en la tercera. En la del medio fue más de lo mismo, con la diferencia de que había una hoja con letras negras y gigantes estampadas en ella.
Di un vistazo rápido a la misma, dejándome llamar por el reflejo inmediato de la palabra albuterol escrita en ella. Al instante me dispuse a leerla.
La caligrafía era rara, pero entendible.

“Señor Benett,
Le dejé guardada en la gaveta de su escritorio el pedido que me hizo para la señora Kholeman.
4 blísteres de ibuprofeno de 600 mg
5 cartuchos de 100 unidades/ml de insulina glargina.
8 blísteres de glicazida de 30 mg.
Debe explicarle cómo se debe tomar cada cual según lo recetado por el médico.

También le dejé su pedido de Albuterol; no pude encontrar la marca que usted me pidió, pero le traje de la mejor que pude encontrar en Canadá, 10 cajas de Airomir. Casi que no me dejaban comprar porque no tenía prescripción, pero al final todo se resolvió. Se las dejé en la otra gaveta; espero le sirvan.
Dele mis mejores deseos a la señora Kholeman.
Betty”




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