El sol brillaba sobre París como si supiera que ese día marcaría un final… y un comienzo
—¡Ay, perdón! ¡Permiso! ¡Uy, lo siento!— gritaba Tamara Bellerose mientras zigzagueaba por los pasillos de la universidad como un rayo desordenado, mochila abierta, cuadernos a punto de volar, y un lápiz sujetándole el cabello como si de una liga improvisada se tratara.
Tropezó con una jardinera, rozó la bicicleta de un profesor, y chocó de frente con un estudiante que cargaba una torre de folletos.
—¡¡TAMARA!! —gritó alguien detrás de ella.
—¡No tengo tiempo para quedarme, Louis, lo siento! —respondió sin mirar atrás.
Subió las últimas escaleras y entró a su clase justo cuando el reloj marcaba las 08:17. El profesor, un hombre de traje gris y gafas delgadas, ni siquiera levantó la vista de su libreta al hablar:
—Es su último día en esta universidad, señorita Bellerose… y ha roto el récord de más retardos en la historia de la facultad. Ya es una profesionista. Debería ser más responsable. Tamara bajó la mirada, aunque en su rostro se asomaba una sonrisa traviesa. Caminó hacia su asiento entre risas sofocadas.
—Lo siento, monsieur Lefevre… prometo que el próximo semestre llegaré temprano.
—Usted no tendrá próximo semestre, señorita.
—¡Ah, cierto!
Se dejó caer en su silla junto a Lisa, su mejor amiga dentro de la facultad, quien ya la esperaba con una ceja levantada.
—Diablos, Tamara —dijo en voz baja—. ¿Por qué siempre llegas tarde? En toda la carrera nunca te vi llegar temprano. Tamara sacó su estuche de lápices, que estaba lleno de notas arrugadas, dulces sueltos y entradas de cine. Se encogió de hombros.
—Tal vez nací bajo una maldición. ¿Tú sabes? Luna torcida, estrella caída… algo así. El universo me está probando.
—¿Y Amelie? ¿Te arregló el desayuno otra vez?, pregunto Lisa.
—¡No! Bueno… sí. Pero eso no tiene nada que ver.
Lisa rodó los ojos. Tamara le guiñó.
Mientras Tamara acumulaba su último retraso con una sonrisa, en el otro extremo del campus, en un auditorio brillante y silencioso, Amelie Durand ya llevaba sentada exactamente quince minutos. Ni uno más, ni uno menos.
Su carpeta de cuero estaba alineada con el borde de la mesa. Sus notas, ordenadas por color y categoría. Su cabello recogido con precisión matemática. Y aunque el público apenas se atrevía a moverse, ella no parpadeaba.
—Y finalmente —dijo el decano en el escenario—, el premio a la excelencia académica en Ciencias de la Información lo recibe… Amelie Durand. Un aplauso pulcro llenó el salón, algunos sonreían, otros murmuraban que ella era un modelo a seguir pero la mayoría pensaba lo mismo:
“Una chica brillante, sí… pero algo le falta. Parece un robot.”
Amelie subió con paso firme, sin mirar a nadie más que al decano. Recibió la medalla y el diploma con una inclinación perfecta. Dio las gracias. No sonrió.
Desde la primera fila, sus padres aplaudían como si estuvieran viendo cumplir una profecía. Su madre se secó una lágrima. Su padre tomó una foto con discreción.
Amelie ya lo había previsto todo, el premio era el paso número 17 en su plan de 240 fases. La universidad, apenas el comienzo, pronto comenzaría sus prácticas en una empresa tecnológica reconocida en Alemania. Luego, un máster en inteligencia de datos. Luego, dos años de experiencia. Luego, su propia consultora. Todo planificado. Hasta el margen de error.
Excepto, quizás… Tamara.
Amelie guardó su diploma en su carpeta, bajó del escenario y volvió a su asiento sin desviarse. Al fondo del salón, alguien dijo en voz baja:
—Nunca se equivoca, ¿eh?
Ella lo oyó, pero no respondió.
El viento de la tarde agitaba suavemente los árboles del patio central de la universidad. Estudiantes se abrazaban, se tomaban fotos, reían y lloraban mientras celebraban el final de una etapa. Amelie, sin embargo, mantenía las manos cruzadas frente a su falda impecable, viendo a sus padres despedirse con la misma solemnidad con la que se firma un contrato.
—El tren sale a las cinco con treinta y dos —dijo su padre, ajustando su reloj por tercera vez—. Si el chofer toma la vía rápida, estaremos en casa antes de las ocho.
—Y recuerda —añadió su madre, alisándole el cuello de la blusa—, el lunes tienes tu primera reunión con la empresa de Berlín, ¿no?
—Sí, mamá. Ya confirmé la videollamada y preparé los documentos —respondió Amelie, sin mostrar una pizca de emoción.
Su madre le sonrió con una mezcla de orgullo y tensión. Amelie sabía lo que venía. Lo conocía tan bien como la ruta del tren, Cuando los padres se acercaron al coche negro que los esperaba junto al cordón de la acera, su padre se detuvo al notar que Amelie no se movía.
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Editado: 08.06.2025