Y entonces desperto.
El primer aliento fue como tragar arena y fuego.
Su cuerpo reaccionó antes que su mente. Se incorporó de golpe, jadeando, sintiendo el aire frío clavarse en sus pulmones como agujas. La luz del sol lo cegó momentáneamente. Y cuando su visión se aclaró, lo primero que vio fue el cielo. Un azul perfecto, sin una sola nube.
Luego, la ciudad.
Observo torres de mármol y oro se alzaban sobre él, conectadas por pasarelas de cristal que parecían flotar en el aire. Había esculturas colosales, fuentes con agua luminosa, jardines suspendidos con flores que nunca había visto. Todo era armonioso, demasiado perfecto. Sintió el peso de su propio cuerpo, la aspereza de un suelo de piedra blanca bajo sus manos desnudas. Llevaba ropa simple, oscura, sin marcas ni distintivos. No tenía nada en los bolsillos. Ni una llave, ni un arma. Nada que le dijera quién era.
Excepto… Excepto el latido furioso en su cabeza. Algo faltaba. Algo importante.
Trató de recordar. Un nombre. Un rostro. Un motivo.
Nada.
Solo un vacío que se extendía dentro de su mente como un abismo insondable.
Aún con todo, el silencio no duró mucho.
Pasos.
Un murmullo de voces. Sombras se movian en los márgenes de su visión.
Giró la cabeza y vio a un grupo de personas acercándose. Sus ropas eran impecables, sus rostros serenos, casi esculpidos. Hombres y mujeres de distintas edades, pero todos compartían algo inquietante: una perfección inhumana.
—¿Está… bien, señor? —Preguntó un hombre con el cabello cuidadosamente peinado, con una sonrisa que parecía practicada.
El protagonista intentó hablar, pero su garganta estaba seca. Se frotó la sien, sintiendo la punzada de un dolor persistente.
—¿Dónde estoy? —logró decir con voz áspera.
Los desconocidos intercambiaron miradas. Un instante demasiado largo.
—Está en Elyzium, la ciudad de los elevados —respondió otra voz, una mujer de ojos claros y expresión amable, aunque algo en ella parecía… distante. Como si recitara un guion.
Elyzium.
El nombre resonó en su cabeza como un eco lejano.
—No… entiendo. ¿Cómo llegué aquí?
Más miradas. Más dudas disfrazadas de cortesía.
—Los recién llegados a veces tardan en recordar —dijo la mujer—. Su mente se ajustará pronto.
¿Ajustar? De inmediato, frunció el ceño. Algo estaba mal. Algo muy mal. Se incorporó lentamente. Sus piernas se sentían inestables, como si no estuvieran acostumbradas a sostener su propio peso.
—¿Recién llegados? —repitió con voz ronca—. No recuerdo haber venido aquí.
La mujer mantuvo su sonrisa serena, pero sus ojos lo analizaron con un destello de algo más. ¿Sospecha? ¿Curiosidad?
—Es normal. Elyzium es un lugar especial. La memoria regresa con el tiempo.
Los demás asintieron al unísono. Demasiado sincronizados.
Miró a su alrededor. No había sombras en el suelo. La luz era extrañamente uniforme, sin importar la dirección de la que viniera. Las calles estaban limpias, perfectas, sin una sola grieta.
Y, sin embargo…
No había ruidos naturales.
No se escuchaban insectos. No se oía el viento.
Solo el murmullo constante de voces bajas, de gente caminando con calma mecánica.
Su pecho se tensó. Algo no encajaba. Pero su mente estaba borrosa, como si algo se interpusiera entre él y la verdad.
—Debería acompañarnos —dijo la mujer—. Los recién llegados siempre tienen preguntas.
Dudó. Cada fibra de su ser le decía que algo estaba mal. Pero sin memoria, sin respuestas, no tenía opción.
Dio el primer paso.
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1 hora después,
Milles, como después se había dado a conocer; acordé ponía en vilo sus recuerdos; caminó junto al grupo, con los sentidos alerta. Cada paso resonaba demasiado nítido contra las calles de mármol blanco. A su alrededor, las personas iban y venían con un ritmo pausado, casi coreografiado. No había prisa en sus movimientos, ni discusiones, ni risas espontáneas.
Todos eran hermosos. Demasiado hermosos.
Miró a la mujer que lo guiaba. Su piel no tenía una sola imperfección. Sus ojos, de un azul cristalino, reflejaban la luz como si fuera vidrio.
—¿Siempre es tan… tranquilo aquí? —Preguntó él, con cautela.
—La armonía es parte de la grandeza de Elyzium —respondió ella sin titubear.
El protagonista sintió que había algo artificial en la manera en que hablaban, en la perfección calculada de sus expresiones. Era como si estuvieran leyendo un guion invisible.
Un escalofrío recorrió su espalda. Él no encajaba en este lugar.
Sus manos estaban ásperas, con cicatrices en los nudillos. Su reflejo en una ventana cercana le devolvió una mirada cansada, de ojos hundidos y piel curtida.
Era un intruso en un mundo inmaculado.
Siguieron caminando, Milles sentia que algo dentro de él se revolvía. Un instinto primitivo. Un reflejo de supervivencia. Las calles de Elyzium eran demasiado perfectas, sus habitantes demasiado uniformes. No había olores fuertes, ni suciedad, ni señales de desgaste en los edificios.
Como si el tiempo no existiera.
La mujer que lo guiaba se giró hacia él con una sonrisa impecable.
—¿Recuerda su nombre? —Preguntó con suavidad.
Milles sintió un nudo en la garganta. No estaba seguro de querer responder. Pero las palabras salieron antes de que pudiera detenerlas.
—Milles —dijo, como si probara el peso del nombre en su boca.
La mujer inclinó la cabeza, como si analizara cada sílaba. Entonces, sonrió.
—Un nombre fuerte. Seguro recuperará el resto de su nombre.
Milles no estaba tan seguro.
Porque en el instante en que pronunció su nombre, un eco distante despertó en su mente. Un recuerdo difuso. Una sombra en un callejón. Un crujido de huesos. Y sangre en sus manos. Se tambaleó, sintiendo que algo oscuro y familiar intentaba abrirse paso desde el fondo de su memoria.