Narrado por Cody:
Salí de la casa de Anny en silencio, con el corazón latiendo como un tambor en mi pecho. Ella se había quedado dormida abrazada a mí, agotada de tanto llorar... y yo solo tenía una cosa en la cabeza: desaparecer antes de que sus padres llegaran y me encontraran ahí. No podía darle ese problema también.
Cerré la puerta con cuidado, bajé las escaleras como un ladrón, y cuando monté mi moto, sentí como si el frío de la madrugada se me metiera en los huesos. El motor rugió al encenderse, pero el ruido no me despertó del torbellino que tenía en la cabeza. Solo quería llegar a casa antes de que el mundo siguiera derrumbándose.
Manejé como en piloto automático. No sé ni cómo llegué. Ni cómo no choqué. Me metí en casa, subí a mi habitación, cerré la puerta y... me caí. Literalmente. Mis piernas no dieron más. Me derrumbé.
No dormí. Ni un maldito segundo.
Me quedé tirado en el piso de mi cuarto con los ojos abiertos, la cabeza hecha mierda, viendo cómo la luz del amanecer se filtraba por las cortinas sin darme tregua.
La imagen de ella, de Anny, me perforaba el pecho.
Anny con ese cabello marrón que caía largo, perfecto, justo hasta donde la espalda perdía su nombre. Ese trasero —sí, lo admito— que resaltaba aunque ella no tuviera idea de cuánto. Esa piel de porcelana, tan blanca que parecía brillar bajo la luz de los pasillos del instituto. Y esos ojos... azules, pero no los azules comunes. Eran oscuros, como si escondieran un mar profundo y frío, capaz de tragarte con una sola mirada.
Siempre andaba con su amiga, esa loca que hablaba sin parar. Yo las veía pasar, entre risas, con libros abrazados al pecho, con esa aura de "no me importa si me miras, igual no te hablaré".
Pero esa noche.
La fiesta.
Cuando apareció con ese maldito vestido negro, corto, ceñido... joder. Me dejó sin aire. No parecía la misma Anny que cruzaba por el pasillo con mirada perdida. Esa noche era otra. Una versión peligrosa de sí misma. Sexy. Incontrolable.
Y cuando se acercó, sin titubeos, y pegó sus labios contra los míos, fue como si todo dentro de mí hiciera explosión.
El sabor de su boca era dulce, suave, jodidamente adictivo.
Todo lo demás se volvió ruido.
Terminamos en una habitación. Con su cuerpo debajo del mío. Su voz susurrándome cosas que no sabía que necesitaba escuchar. Esa mezcla de nervios y deseo. De inocencia y fuego.
Fue su primera vez.
Y, joder, la sentí como si fuera mía también.
La hice mía. No solo su cuerpo. Todo ella.
Y al otro día... desapareció.
Ni una palabra. Ni un mensaje. Ni siquiera una mirada.
Pero yo... no podía sacármela de la cabeza. Así que hice que se repitiera. Una y otra vez. Con excusas, con juegos, con esas miradas que sabían más que nuestras palabras.
Y, sin darme cuenta, me tenía a sus pies.
Yo, que nunca me apegaba a nada. Yo, que no creía en las cosas bonitas.
Me volví adicto a ella.
A su risa. A su forma de ponerse nerviosa cuando me acerco demasiado.
A sus malditas listas de "cosas por hacer".
A esa manera rara que tiene de abrazar sin pedir nada a cambio.
Y ahora estoy tirado acá, con el corazón en la garganta, sin poder pegar el ojo en toda la noche, dándole vueltas a lo mismo.
Estoy embarazada.
No me gritó. No lloró. No me exigió nada.
Solo lo dijo. Y yo sentí que el mundo me caía encima.
Porque tengo 17 años. Estoy asustado. Estoy confundido. No tengo ni puta idea de cómo se hace esto.
Pero también sé algo.
Una sola cosa.
No pienso huir.
No puedo. No quiero.
Yo también soy parte de esto.
Ese bebé no lo hizo sola.
Y por más miedo que tenga, por más que el caos me ahogue...
Yo voy a estar con ella.
—Joven Cody —la voz de Luisa, la ama de llaves, me sacó de mis pensamientos—, el desayuno está servido. Su padre ya se fue. Y su madre... llegará mañana.
La escuché sin moverme.
Me levanté como si pesara el triple, con el cuerpo doliendo por dentro, arrastrando los pies hasta el comedor.
La casa era enorme. Ridículamente grande. Mármol por todos lados, muebles caros, cuadros de artistas que ni mi padre sabe pronunciar. Todo brillante, todo en su lugar. Todo... vacío.
Me senté frente al desayuno que me había preparado Luisa. Jugos recién exprimidos, pan tostado, huevos, fruta. Todo perfecto.
Pero no tenía hambre.
Comí solo por compromiso. Por no preocuparla. Porque me miraba desde la cocina fingiendo que no lo hacía.
Cuando terminé, subí al cuarto. Me duché. Me cambié. Jeans, camiseta, chaqueta.
Mi reflejo en el espejo parecía más apagado que de costumbre.
Más... humano.
Bajé al garaje directo hacia la moto. La tenía lista. Pero cuando estiré la mano para tomar el casco... me detuve.
El bebé.
Una cosa pequeña, del tamaño de una semillita, creciendo dentro de la chica que me volvió loco. Que me tiene hecho mierda. Que me está cambiando la vida.
Mis dedos se alejaron de la moto.
Caminé hacia el fondo, donde estaba estacionado el jeep que mi mamá me regaló por mi cumpleaños número 17.
Un lujo innecesario.
Pero hoy... era lo más lógico. Lo más seguro.
Subí, encendí el motor y salí del garaje.
El camino a la escuela se sintió eterno. Me moría por dar la vuelta y pasar por su casa. Ver si la veía, si lograba robarle aunque fuera una mirada desde la ventana. Pero sabía que su papá la llevaba siempre. Como reloj.
Así que solo seguí.
El tráfico. Las luces. La música bajita. El corazón acelerado.
Porque este caos no se va a detener solo.
Y porque, aunque aún no sepa bien qué siento, tengo claro algo:
Ella necesita saber que no está sola.
Y yo... estoy con ella. Hasta el final.