Narrado por Anny.
El sol apenas se filtraba por las ventanas del hospital, dibujando una línea dorada sobre la pared blanca. Pero el aire… seguía gris. Ese gris triste que se pega a la piel y no se va, aunque uno cierre los ojos.
El primer sonido que escuché fue el del monitor. Bip... bip...
Luego, una voz suave. Un suspiro. Un movimiento.
Abrí los ojos despacio. El mundo era borroso al principio. Pero luego vi.
Mi mamá estaba sentada a mi lado, cambiando una compresa húmeda sobre mi frente con un cuidado que dolía.
Mi papá, de pie, caminaba de un lado a otro, como un animal atrapado en una jaula demasiado pequeña para su orgullo.
Y Cody… Cody estaba recostado sobre el colchón, su mano aún aferrada a la mía, dormido.
Sus pestañas oscuras, su respiración tranquila.
—Anny, mi amor —dijo mi madre con un suspiro entrecortado al notar que la miraba.
Sentí un nudo en la garganta.
—Mamá… —susurré, y todo se rompió dentro de mí.
Las lágrimas brotaron sin permiso. Mi cuerpo temblaba.
No por fiebre. No por frío. Por miedo.
—Perdóneme… mamá, yo… —quise explicar algo, cualquier cosa, pero las palabras no salían completas.
Ella dejó la compresa a un lado y me abrazó con fuerza, como si fuera a perderme otra vez.
—Shh… tranquila, tranquila, mi niña. Estoy aquí. Ya estoy aquí.
Lloré en su cuello como cuando era niña. Me dolía hasta el alma.
Pero también se sentía… bien.
Se sentía a casa.
Después de un rato, alcé la vista.
Mi papá me miraba. No habló. Pero sus ojos decían demasiado. Dolor. Decepción. Y algo que no supe leer. ¿Era miedo? ¿Esperanza? ¿Amor disfrazado?
No aguanté.
—Papá… —susurré con la voz rota.
No respondió al principio. Dio un paso hacia la cama. Me miró como si buscara algo en mí. Como si no supiera si aún lo merecía.
—Solo quiero que estés bien —dijo mi padre.
Y fue como si me arrancaran el aire del pecho.
Las lágrimas no solo volvieron. Esta vez me vencieron. Rompí a llorar.
Ya no podía sostenerlas ni esconderlas.
Mi madre me acariciaba el cabello mientras me hablaba bajito, como si su voz pudiera envolverme y protegerme del mundo.
—Mi amor… lo que pasó no cambia nada —susurró—. Sos mi hija. Y te amo.
En ese instante, sentí otro calor. Otro abrazo.
Era Cody.
Me rodeaba con sus brazos.
—Tranquila… —susurró con su voz suave, cerca de mi oído.
—¿Sabes que me digas que me tranquilice no hace que lo esté? —solté entre lágrimas, con una risa quebrada.
—Lo sé —respondió, y su frente tocó la mía con ternura.
Suspiré. Cerré los ojos por un segundo.
Entonces los abrí y miré a mi madre.
—Mamá… él…
—ya nos conocemos —respondió con una sonrisa suave—. Y te aseguro que fue un encanto… al principio.
—¡Ey! —dijo Cody, fingiendo indignación.
—Es un gran… dolor de cabeza —dije yo, sonriendo por primera vez en días.
—Gracias —resopló Cody—. Ese es el título que siempre soñé tener.
Los tres reímos. Fue extraño.
Mi papá no dijo nada más. Se giró hacia la puerta.
Su expresión era dura, cerrada.
—No puedo… —dijo bajito, apenas audible—. No puedo verla así. Con ese idiota que la puso en riesgo.
Y salió de la habitación, dejando un silencio frío detrás.
Mi madre solo suspiró.
Yo bajé la mirada.
Cody apretó mi mano.
la puerta se volvió a abrió:
Entraron dos doctores junto a mi papá. Uno era mayor, con el rostro arrugado por la experiencia, y el otro más joven, de acento extranjero y mirada cálida. Ninguno sonreía.
Mi mamá se puso de pie de inmediato. Cody, sentado a mi lado en la camilla, no soltó mi mano.
—Señora, señor... —empezó el doctor joven con voz suave—. Anny, necesitamos hablarles de las decisiones que deben tomarse ahora.
Sentí cómo se me cerraba el pecho.
—¿Decisiones? —susurré.
El otro doctor asintió, y lo dijo sin rodeos.
—Hay dos caminos. Solo dos.
Mi mamá abrió la boca para preguntar algo, pero él levantó una mano, con delicadeza.
—Uno, priorizamos tu vida, Anny. Haríamos todo lo posible por estabilizarte y mantenerte con nosotros, pero eso significaría... interrumpir el embarazo.
Sentí un golpe seco en el estómago. Cerré los ojos.
—Dos —continuó el doctor—, intentamos salvar a los dos. Vos y tu bebé. Pero no podemos garantizar nada. Es un riesgo alto, para ambos.
Mi papá dio un paso al frente.
—No hay duda —dijo con firmeza—. Elegimos salvar a mi hija.
—¡No! —reaccionó mi mamá enseguida—. ¡No podemos decidir por ella! ¡Es su cuerpo, su bebé!
—¡No vamos a arriesgarla! —gritó él, perdiendo el control.
El corazón me latía tan fuerte que sentía que me iba a romper el pecho.
—¡Basta! —exclamó mi mamá, agarrando el brazo de mi papá—. Salí. Vamos afuera. Ella necesita paz.
—¡No podés sacarme! ¡Es mi hija!
—¡Justamente! Por eso. No la llenes de miedo. Dale un segundo... Dale Paz.
Y sin esperar respuesta, lo arrastró fuera de la habitación. Los doctores también salieron, dejando la puerta entornada.
Y entonces solo quedamos Cody y yo.
Las lágrimas me corrían por las mejillas, y ni siquiera me había dado cuenta.
—No puedo... —susurré
—No tenés que hacerlo ahora —me dijo, bajando la cabeza para tocar su frente con la mía—. Pero lo vas a hacer. Y yo voy a estar con vos, sea cual sea la decisión.
—¿Y si elijo mal?
—No hay una forma correcta, Anny. Solo hay amor. Y vos tenés tanto... tanto amor que no importa lo que pase, va a ser desde ahí.
—Tengo miedo, Cody.
—Yo también —respondió—. Pero te juro que no estás sola.
El silencio se estiraba entre nosotros, pero no era incómodo. Era denso. Vivo. Como si incluso el aire supiera que lo que estaba por decirse tenía peso.
Cody bajó la mirada. Sus dedos jugaban con los míos, nerviosos. Lo sentí temblar.