Narrado por Cody
La puerta se cerró y yo me quedé afuera.
Pero el grito de Anny… ese no.
Ese se quedó dentro mío, colgado en el pecho, vibrando como una alarma que no podía apagar.
La vi retorcerse sobre la camilla, con los ojos desorbitados y las manos aferradas a las sábanas como si se estuviera cayendo de un abismo. Los médicos hablaban rápido, se movían con precisión, pero para mí todo era ruido blanco. Solo podía verla a ella.
—¡Déjenme estar con ella! —dije, acercándome un paso, pero una enfermera me bloqueó con el cuerpo.
—Cody, por favor… estamos haciendo lo mejor. Tiene que esperar.
Esperar.
¿Esperar qué? ¿A que deje de gritar? ¿A que alguien diga que el bebé está bien? ¿A que me digan que no?
La sala estaba llena de luces frías, máquinas que pitaban, palabras técnicas que no entendía. Pero lo que sí entendía… era el miedo. Ese que se me estaba metiendo en los huesos.
Entonces, pasó.
Anny dejó de moverse.
Un segundo antes había estado temblando, apretando los dientes por el dolor. Y de repente… se soltó.
—¡Anny! —grité, empujando otra vez para entrar.
La cabeza de ella cayó hacia un costado. Una médica gritó algo. Un monitor cambió su ritmo.
Yo quería tocarla. Solo eso. Rozarle la mano. Decirle que estaba ahí.
Pero alguien me agarró del brazo con fuerza y me empujó hacia atrás.
—¡Cody, tiene que salir YA!
—¡No! ¡Déjenme estar con ella, por favor! —me resistí, pero me sacaron como si yo fuera el problema.
La puerta se cerró frente a mí. Esta vez, de verdad.
Y me quedé solo, en ese pasillo blanco que apestaba a desinfectante y soledad.
Apoyé la frente en la pared.
No recé. No sabía cómo.
Pero en mi cabeza, repetía una sola frase como un mantra desesperado:
Por favor… salvála. Salválos.
No sé cuánto tiempo pasó. Minutos. Horas. Una vida.
El pasillo seguía igual de blanco, igual de frío, pero yo ya no era el mismo.
Y entonces, los vi.
Los padres de Anny entraron corriendo, desarmados por el susto. Su mamá llevaba el abrigo mal puesto y el maquillaje corrido. El papá tenía el rostro endurecido, pero los ojos… los ojos hablaban.
Corrí hacia ellos antes de que preguntaran.
—Fue todo muy rápido —dije con la voz rota—. Estábamos cenando… y de repente ella vomitó. Empezó con dolores fuertes. No podía ni hablar.
—¿Y ahora? ¿Dónde está mi hija? —preguntó su madre, tomándome del brazo.
—Adentro. Están trabajando con ella.
Nos sentamos. O eso intentamos. Porque la espera no se sienta, se arrastra.
Y justo cuando el silencio empezaba a doler más que las palabras, la puerta se abrió.
El doctor salió. Cansado. Con la cara que nadie quiere ver.
Nos pusimos de pie al instante.
—¿Cómo está mi hija? —disparó el padre de Anny.
El doctor respiró hondo antes de hablar.
—Tuvimos que inducir a Anny en un coma… para estabilizarla. La presión estaba peligrosamente alta y su cuerpo comenzó a colapsar.
Sentí que me desarmaba por dentro.
—¿Qué significa eso? —logré preguntar, apenas.
—Significa que ahora está bajo control, pero en estado delicado. El bebé… el bebé también está en riesgo.
Su madre se tapó la boca. Su padre apretó los puños. Yo no podía ni moverme.
—¿Puede… puede perderlo? —dije, sin reconocer mi propia voz.
—Sí. Haremos todo lo posible, pero el cuadro es complejo. Las próximas 48 horas son cruciales.
Silencio.
Ruido blanco en mi cabeza.
El doctor se fue. Y yo me dejé caer en una de esas sillas de plástico que ya eran mi hogar.
Miré las manos. Me temblaban.
Anny estaba dormida a la fuerza. Suspendida en ese lugar entre el mundo y el vacío.
Y el bebé… nuestro bebé… estaba luchando por existir.
Quise ser fuerte. Quise creer. Pero esa noche, por primera vez, tuve miedo de que el futuro no nos alcanzara.
El doctor se había ido. El pasillo volvió a quedarse en silencio, pero no el aire. No el dolor. No el temblor en las manos de su madre. No el fuego que le vi nacer en los ojos a su padre.
Y entonces… explotó.
—¡Esto era lo que iba a pasar! —gritó, acercándose a mí como un huracán contenido por años—. ¡Esto! ¡Desde el primer día que decidieron seguir con ese embarazo maldito!
Tragué saliva. Quise respirar, pero dolía.
—No diga eso…
—¡¿Y qué querés que diga, Cody?! ¿Que estoy feliz? ¿Que estoy tranquilo porque vos la convenciste de seguir adelante como si fueran adultos, sabiendo todo lo que eso implicaba?
—Fue su decisión también. ¡Nuestra decisión! —respondí, sintiendo cómo me temblaban las palabras—. ¡Nosotros elegimos amar a ese bebé! ¡Nosotros elegimos luchar!
—¿Y ahora qué? ¿Eso te da consuelo mientras mi hija se muere acostada en una cama? —se acercó más, con la voz rota—. ¿Eso te va a ayudar a dormir cuando ya no esté?
—¡No hable así! ¡Ella va a salir de esta!
—¡NO LO SABÉS! —gritó, y su esposa tuvo que sujetarlo del brazo—. ¡No sabés nada! ¡Y lo peor es que no importa cuánto la ames, no podés salvarla! ¡Eso es lo que no entendés, pibe! ¡Esto no es una historia de amor! ¡Esto es la vida! ¡Y la vida duele! ¡Y a veces arranca de raíz lo que más querés!
Sus palabras eran cuchillas.
Y entonces, bajó la voz. Pero no la rabia.
—Solo espero… que puedas vivir tranquilo con vos mismo… después de que Anny se muera.
Silencio.
La frase se quedó colgando en el aire, como un cuchillo clavado en el pecho.
Yo no dije nada.
No porque no tuviera algo para decir, sino porque… en ese momento, también tuve miedo de que tuviera razón.
Mis pasos sonaban huecos en el pasillo. El hospital tenía esa manera cruel de tragarse los sonidos, como si quisiera silenciar el dolor.
No sabía adónde iba.
Solo necesitaba… alejarme. Respirar. Dejar de ver la puerta cerrada. Dejar de imaginarla inmóvil, dormida por la fuerza, atrapada en un cuerpo que ahora peleaba por dos.