Narrado por: Cody.
No recuerdo en qué momento mis piernas comenzaron a temblar.
El pasillo se sentía infinito, como si el piso se deshiciera a cada paso. No podía pensar, no podía hablar. Solo escuchaba el eco de mis pasos mientras seguía al doctor.
Él iba delante de mí, sin decir nada. Sin girarse. Solo caminaba con la cabeza baja, sus manos en los bolsillos de la bata blanca.
Ese silencio… era más ruidoso que cualquier grito.
Pasamos dos puertas. Tres. Doblé a la derecha y vi una habitación con la luz tenue, abierta apenas por unos centímetros.
El doctor se detuvo allí.
—Es aquí.
Su mano tocó mi hombro. No fue un gesto suave. Fue firme. Humano. Casi como una despedida.
Lo miré un segundo, esperando que me diera una señal, una palabra, algo.
Pero no la hubo.
Solo ese apretón… y luego se alejó, dejándome solo frente a la habitación.
Tragué saliva. Sentí el nudo en la garganta antes de siquiera poner un pie adentro.
Y aún así, lo hice.
Entré.
La habitación era pequeña. Silenciosa. Toda blanca.
La luz era tenue, casi como si también estuviera de luto.
Y allí estaba.
La cunita.
Solitaria. Frágil.
Con una única cosa en su interior.
Rómulo.
El elefantito gris que Zoe había elegido con tanto amor.
El que tenía escrito en su etiqueta, con marcador negro: Rómulo el Valiente.
El que siempre imaginé abrazado por unas manitas diminutas.
Ahora estaba sentado en el centro de la cuna, con la cabeza ligeramente inclinada hacia un lado… como si también estuviera preguntándose por qué todo se sentía tan vacío.
Me acerqué sin pensar. Como si todo el aire se hubiese ido del cuarto. Como si el tiempo se hubiese frenado.
Cada paso me pesaba más.
Y cuando estuve lo suficientemente cerca… extendí la mano.
Solo quería tocar esa cuna. Confirmar que era real. Que eso no estaba pasando.
Pero bastó el roce de mis dedos.
Apenas el contacto.
Y caí.
Mis rodillas tocaron el suelo con fuerza.
No pude sostenerme. No pude seguir de pie ante eso.
Me rompí, sin más.
—No… —susurré, la voz hecha trizas—. No, por favor…
Lo necesito.
Las lágrimas ardían, bajando sin permiso.
El pecho me dolía como si algo me hubiese sido arrancado de cuajo.
Y el silencio… ese maldito silencio, era todo lo que había.
No había sonidos. Nadie hablaba.
Solo Rómulo mirándome con su eterna ternura de peluche, sentado en esa cuna vacía como testigo de mi peor miedo.
El doctor no dijo nada.
No tuvo que hacerlo.
A veces, la ausencia lo dice todo.
Y el precio…
El precio fue demasiado caro.
No sé cuánto tiempo estuve allí, de rodillas frente a la cuna vacía.
—Cody…
La voz me alcanzó desde la puerta.
Zoe.
Me volteé apenas, pero ella ya estaba corriendo hacia mí.
Se dejó caer a mi lado, sin preguntar nada. Sin decir palabras que quisieran arreglar lo que nadie podía.
Solo me abrazó.
Fuerte.
Como si pudiera contener mis pedazos entre sus brazos.
—Estoy aquí… —murmuró, con los ojos llenos de lágrimas—. No digas nada. Solo… deja que me quede contigo.
Y así lo hice.
No dije nada.
Solo me dejé caer en ese abrazo.
En esa amistad que dolía, porque ambos habíamos perdido. Porque ambos queríamos un futuro que, quizás, ya no llegaría.
No sabíamos si había algo más allá de ese cuarto.
No sabíamos si todo se había acabado.
Solo sabíamos que estábamos juntos…
en medio de una cuna vacía.