Narrado por Cody
Todo estaba borroso.
Los pasillos eran largos, blancos, silenciosos. El sonido de los monitores era lejano, como si viniera de otro mundo.
Pero sabía dónde estaba.
Hospital.
Otra vez.
Y ella estaba ahí.
De espaldas. Sentada en la cama.
Su bata azul. Su cabello alborotado. Sus pies colgando, descalzos.
—Anny… —susurré, con el corazón apretado.
No se movió.
Me acerqué, paso a paso, como si temiera que desapareciera.
Solo quería tocarla. Verla.
Pero cuando estuve a punto de rozarla…
su voz me heló el alma.
—No lo protegiste.
Me paralicé.
—No lo cuidaste.
—¿Qué estás diciendo…? —balbuceé, pero ella seguía sin mirarme.
—Me lo prometiste.
Mi garganta se cerró. Di otro paso. Quería verla.
Tenía que verla.
—Me mentiste.
—Anny… yo…
—Me traicionaste.
Giró el rostro. Pero sus ojos no me veían.
Me atravesaban.
Y estaban vacíos.
—Mi amor… cerebrito… —murmure.
Y de nuevo:
—No lo protegiste.
No lo cuidaste.
Me mentiste.
Me traicionaste.
La habitación se hizo más pequeña. Las paredes se cerraban.
Los monitores se aceleraban.
Todo se volvía rojo.
Todo sonaba a gritos.
A culpa.
A muerte.
—¡NO! —grité con toda el alma, tratando de alcanzarla.
Pero ella desapareció.
Se esfumó entre las sombras.
—Me traicionaste… —susurró una última vez.
Y entonces desperté.
Abrí los ojos de golpe.
Empapado en sudor.
Mis manos se fueron directo a mi cara.
—¡MIERDA, ANNY! —grité con la garganta rota, las manos cubriéndome la cara como si pudiera borrar todo.
La puerta se abrió de golpe.
—Cody, hijo —la voz de mi padre me alcanzó como un eco lejano.
Pero no podía mirarlo.
No podía moverme.
Solo me abrazaba la cabeza, temblando, como si así pudiera detener la voz que aún me taladraba la mente:
"No lo protegiste."
Mi padre se acercó despacio, se agachó frente a mí.
—Hijo… escuchame. Llamó la mamá de Anny —dijo con cuidado, como si cualquier palabra mal dicha pudiera romperme—. Despertó anoche. Está preguntando por ti. Quiere verte.
Levanté apenas la cabeza, con la voz ahogada.
—¿Qué… qué hora es?
—Son las tres de la madrugada. El doctor te sedó para que durmieras toda la noche y el día siguiente. Te hacía falta.
Dudé.
No sabía si estaba listo.
No sabía si podía.
—No sé cómo voy a…
—Cody… —me interrumpió con la voz firme, pero con los ojos cargados de amor—. Solo tienes que estar allí. Ustedes se quieren. Han luchado bastante. Así que solo… toma su mano. No la sueltes.
Tragué saliva. Asentí.
—¿Me puedes llevar?
—Claro —dijo, levantándose—. Arréglate, voy a hacer una llamada y organizar todo para que puedas entrar sin problema.
—Gracias, papá.
Me quedé un momento en silencio.
Miré mis manos. Estaban un poco hinchadas, con vendas.
Las ignoré.
Fui al closet y tomé lo primero que vi.
Una camisa negra.
Pantalón del mismo color.
Los zapatos.
Listo.
Cuando terminé de alistarme, algo se me ocurrió.
Bajé.
Mi padre estaba en la sala, hablando por teléfono.
Al verme, dijo algo rápido y colgó.
—Todo listo.
—Papá… tú tienes el número del señor que te hizo el collar de perlas para mamá, ¿cierto?
—Sí. Justo estaba hablando con él. Tenemos el nuevo lanzamiento de unos anillos.
—Necesitaré su número.
—Ok, te lo enviaré ahora.
—Vamos.
El carro estaba en silencio.
Solo el sonido del motor y la lluvia leve golpeando los cristales llenaban el vacío entre nosotros.
Eran las tres de la madrugada, pero en mi pecho parecía mediodía.
El corazón no entendía de relojes.
Iba temblando.
Las manos me sudaban, aunque tenía frío.
Ese maldito sueño… esa maldita voz…
"No lo protegiste."
Me abracé los brazos.
Sentía que el pecho me iba a explotar.
—¿Estás bien? —preguntó mi padre, con los ojos clavados en la carretera, pero sabiendo perfectamente que no lo estaba.
Negué con la cabeza.
Giré la cara hacia la ventana, el reflejo de mi propio rostro en el vidrio empañado parecía tan ajeno como mi vida en ese momento.
—Ella… ella lo es todo para mí —murmuré—. Si no me perdona, si ya no quiere saber nada de mí… yo…
Me callé.
No podía ni terminar la frase.
Mi padre me miró de reojo. Su voz fue baja, pero firme:
—Hijo… no puedes vivir con miedo de lo que no ha pasado.
—Lo que importa es que estás yendo. Que estás ahí.
—Lo que ustedes tienen no se borra de la noche a la mañana.
—Y si hay algo que aprendí de verlos… es que Anny te ama. Aunque le duela. Aunque tenga miedo.
No dije nada.
Solo asentí.
Un nudo en la garganta me impedía cualquier palabra.
—Así que cuando la veas, no pienses. Solo toma su mano —continuó—. Díselo. Dile todo. No dejes que el silencio hable por ti.
—¿Y si no quiere escucharme?
—Entonces te quedas allí. Callado. Pero no te vas. No sueltes su mano, Cody. No esta vez.
Inspiré profundo. Sentí cómo las lágrimas me escocían los ojos, pero las tragué con rabia.
—Gracias, papá.
—Siempre, hijo.
Y entonces, a lo lejos, las luces del hospital empezaron a aparecer entre la neblina.
Era ahora o nunca.
El auto se detuvo frente a la entrada del hospital.
Mi padre apagó el motor y suspiró.
—Te espero en casa. —Me miró—. Hijo… solo tienes que sostener su mano. Y todo estará bien.
Asentí.
No podía hablar.
El nudo en mi garganta no me dejaba.
Me incliné hacia él y lo abracé.
Por primera vez en mucho tiempo, sentí que ese abrazo me sostenía de verdad.