Narrado por Anny
La luz era tenue.
El aire, frío.
Y mi cuerpo… pesado. Como si cada célula hubiera librado una guerra que no recordaba haber peleado.
Abrí los ojos. Despacio.
Todo estaba borroso.
Mi cabeza… en pausa.
No sabía dónde estaba, ni por qué dolía todo.
Solo vi una silueta.
Él.
Cody.
Mi respiración se agitó un segundo, pero luego algo en mí —muy adentro— se calmó.
No entendía nada. No sabía si soñaba o si esto era real. Pero verlo allí… era lo único que tenía sentido.
Quise moverme. No pude.
Cada músculo dolía.
Mi garganta estaba seca.
Y mi corazón, débil.
Pero sus ojos… sus ojos estaban llenos de agua.
Alcé una mano temblorosa. Busqué las suyas.
Cuando las encontré, como si el mundo se anclara en ese pequeño gesto, lo supe:
—Tardaste mucho —susurré, con voz apenas audible.
Él se congeló.
Vi cómo sus ojos brillaban.
No dijo nada. Solo se acercó.
Y me besó la frente.
Un beso tan suave que me rompió.
Quise llorar, pero no tenía fuerzas.
Quise hablar, pero solo una verdad se abrió paso en mi mente: Necesito que me abraces.
—Pensé… que no volverías —dije, aunque las palabras se rompían dentro de mí.
—Yo pensé que… —su voz se quebró— pensé que me odiarías.
Silencio.
El tipo de silencio que duele.
Que pesa más que cualquier palabra.
Con el poco movimiento que mi cuerpo me permitía, deslicé mi mano sobre la cama. Le hice espacio.
—Quiero que me abraces —murmuré—. Solo eso.
Vi cómo se quitaba los zapatos con torpeza, con prisa, con nervios.
Se acostó a mi lado. Me rodeó.
Y sentí, por primera vez en días, que podía respirar.
—¿Te duele mucho? —su voz fue baja, temerosa.
—Un poco… Me pusieron medicamentos. Ya no es como al principio.
Cuando desperté… dolía tanto que solo quería gritar.
Me moví un poco más hacia él.
Cada fibra de mi cuerpo protestó, pero nada dolía tanto como su ausencia.
Su brazo rozó el mío. Me acarició con suavidad, como si mis huesos fueran cristal.
Y entonces, sin permiso, las lágrimas subieron.
—Perdón —susurró de pronto—. Por no estar. Por no llegar a tiempo. Por no sostenerte.
Me giré hacia él como pude.
—No me han querido decir nada —seguí, tragando saliva—.
Cuando desperté, el doctor dijo que me pondrían algo para el dolor y después me explicaría.
Le pregunté por el bebé… y se quedó callado.
Me dijo que descansara. Me dieron algo para dormir.
Cody cerró los ojos. Apretó los labios.
No dijo nada.
—Creo que quiero escucharlo —murmuré—, pero al mismo tiempo… no quiero enfrentar la realidad.
Sus brazos me rodearon con más fuerza.
Su pecho subía y bajaba rápido. Su respiración se mezclaba con la mía.
—Anny… por favor… Solo déjame estar aquí.
Déjame ser ese Cody que te hace fuerte. El que no te deja caer.
—¿Y si caigo? —pregunté, con la voz rota.
—Entonces caigo contigo —dijo—. Pero no te suelto. Nunca, mi amor.
Me aferré a él.
Y en medio del caos, del miedo, del dolor… Cody era lo único que no dolía.
Lo único que aún era hogar.
Cerré los ojos. No quería pensar más.
Solo sentir que estaba allí.
Y entonces lo sentí: Su mano en mi cabello.
Deslizándose con esa calma que solo él sabía usar.
Y un recuerdo, tan claro como una herida abierta, me golpeó la mente.
Fue una madrugada.
Un trueno me despertó de golpe. Me asusté.
Pero entonces sentí una mano en mi cintura.
Cody.
Dormía profundamente.
Después de ese pequeño "ejercicio" que siempre empezaba con él entrando por la ventana, cuando mis padres aún seguían despiertos. Esa noche casi muero del susto.
Aunque muchas veces me había quedado dormida en sus brazos después de olvidar hasta mi nombre con sus labios… él siempre se iba antes de que despertara.
Siempre.
Esa madrugada fue distinta.
Él seguía allí.
Respirando suave, tranquilo. Con la cabeza girada hacia mí.
Y por un segundo, creí que todo en el mundo tenía sentido.
No entendía qué era eso entre nosotros.
No nos hablábamos en la escuela. Ni siquiera cruzábamos miradas.
Pero en esa habitación… nos consumíamos.
Como si el mundo fuera de mentira, y solo nosotros dos fuésemos reales.
Él me miraba como si no existiera nadie más.
Y yo…
Yo sentía demasiadas cosas por ese chico.
Estaba segura de eso.
Aunque no sabía cómo acabar ese juego extraño que tanto me gustaba pero cuyas reglas nunca supe.
Solo tenía claro una cosa:
Él era todo lo que necesitaba para seguir volando.
Y ahora…
Aquí estaba.
Rodeándome con sus brazos.
Siendo eso que solo él sabía ser: Refugio