Narrado por Anny
Un sonido leve. Un golpecito en la puerta.
Tres toques.
Secos.
Cortos.
Como si fueran parte de una pesadilla.
Cody se movió de inmediato, instintivo, como si el ruido lo sacara de un sueño profundo.
Pero su brazo se deslizó sin cuidado y, sin querer, tocó justo el costado donde yo tenía más dolor.
—Ah —gemí bajito, con un quejido involuntario.
—¡Anny! —dijo él, sobresaltado, incorporándose de golpe.
Mi rostro se contrajo. No pude evitarlo.
Dolía. Mucho.
La puerta se abrió y entró una enfermera, seguida del doctor.
Ambos con la cara tensa, seria.
La enfermera se acercó de inmediato.
—Lo siento —susurró Cody, tomando mi mano—. Perdón, no fue mi intención.
La enfermera me revisó rápido. Con cuidado y movimientos firmes, me limpió la herida, mientras Cody no me quitaba los ojos de encima.
Su mandíbula estaba apretada. Sus manos, frías.
Verme así lo destrozaba.
Sentí cómo el medicamento entraba por la vía. Ese ardor suave y luego… un poco de alivio.
La enfermera me sonrió con delicadeza.
—Ya pasó, preciosa. No se va a volver a abrir. Solo hay que tener más cuidado.
Salió, dejándonos a solas con el doctor.
El silencio se instaló como un fantasma en la habitación.
Sabía que venía algo.
Lo presentía.
El doctor avanzó un paso. Miró a Cody. Luego a mí.
Suspiró.
—¿Estás lista para saber la verdad, Anny?
Tragué saliva. No estaba segura.
Pero asentí.
Él se sentó al borde de la cama, en una silla pequeña. Tomó aire. Y habló.
—Tuviste un colapso sistémico por estrés, agotamiento físico y una baja de defensas muy severa. El cuerpo entró en estado de emergencia, y como respuesta… comenzó a rechazar el embarazo.
Cody entrecerró los ojos. Su mano se aferró a la mía con más fuerza.
Yo contuve el aliento.
—El bebé nació prematuro. Seis meses. Pesó menos de un kilo.
Y aún está vivo.
Mis ojos se llenaron de lágrimas.
Quise hablar, pero solo lloré en silencio.
—¿Está bien? —preguntó Cody, con la voz ahogada.
El doctor bajó la mirada un segundo.
—No del todo. Tu cuerpo colapsó tan fuerte que afectó el intercambio entre tú y él.
Nació con una falla en el corazón. Pequeña, pero muy delicada.
La única solución es una cirugía… pero su tamaño, su edad gestacional… lo hacen muy vulnerable.
El silencio fue total.
Podía oír mi propio corazón retumbando.
Y luego… la frase que lo cambió todo.
—La probabilidad de que sobreviva es baja.
Diez por ciento.
Diez.
Diez malditos puntos en cien.
—¿Diez? —repetí, como si no pudiera creerlo.
—Sí —dijo él, con el rostro serio, pero humano—. Es la verdad.
Pero quiero que sepan algo: el bebé está luchando.
Respira con ayuda. Tiene sondas, cables, máquinas… pero está allí.
Luchando.
Me cubrí el rostro con la mano.
No quería llorar, pero no podía más.
—¿Por qué no nos dijeron nada? —preguntó Cody, con un nudo en la garganta.
—Porque necesitábamos que el equipo estuviera enfocado.
Nadie lo sabe, salvo los doctores responsables.
Ni las enfermeras del área neonatal han recibido información completa.
Todo ha sido a puerta cerrada… porque cada segundo ha contado.
El doctor se acercó más.
—Yo sé que no es la imagen que ustedes quieren ver.
Ese bebé tiene más tubos que piel a la vista.
Pero ahora necesita algo más que máquinas: necesita a sus padres.
Nos miró a los dos. Firme. Directo.
—Son pocos días.
Tal vez incluso horas.
El niño puede despedirse en cualquier momento.
Y no hay mayor regalo que se lleve su nombre, su historia… y su amor.
No pude más.
Lloré.
Me aferré al brazo de Cody como si fuera mi única tabla en este océano cruel.
Y él…
Él lloró conmigo.
No dijimos nada.
No hacía falta.
Afuera, había un hijo nuestro luchando por respirar.
Y lo menos que podíamos hacer… era ir a decirle que no estaba solo.