Narrado por Anny
Había pasado una semana desde la primera vez que vi a mi pequeño Colyn.
Cada día, Cody y yo regresábamos a esa habitación bañada por la luz tibia del ventanal. Cada día, nuestros pasos nos llevaban inevitablemente hasta ese vidrio que nos separaba de él… de nuestro bebé, que luchaba tan valientemente por quedarse con nosotros.
Colyn seguía siendo frágil, pero era un guerrero.
Los médicos, aunque prudentes, comenzaron a sonreír un poquito más al hablar de él.
Cada mínimo avance, cada pequeño logro, era un triunfo que celebrábamos en silencio, con lágrimas en los ojos y las manos apretadas.
El padre de Cody había hecho lo que mejor sabía hacer: mover el mundo con su poder.
No dudó ni un segundo en asegurar que su nieto tendría a los mejores médicos, los mejores cuidados, los recursos necesarios, todo.
No habría límites, no habría excusas.
Su amor, aunque silencioso, era inquebrantable.
Mientras tanto, la relación entre Cody y mi padre seguía siendo un campo minado.
Apenas si se miraban.
Apenas si compartían el mismo espacio.
Yo podía sentirlo... esa frialdad suspendida en el aire.
Y aunque dolía, también entendía: las heridas no sanan en una semana.
A veces, ni en toda una vida.
Mi propio cuerpo también sanaba, lento y torpe.
La herida seguía allí, recordándome cada movimiento lo que había pasado.
No podía moverme mucho. Cada pequeño gesto era un esfuerzo.
Pero Cody estaba allí.
Siempre.
A veces tanto, que me sentía atrapada... pero en el fondo sabía que no era control, era amor.
Era miedo.
Era su forma desesperada de no perderme otra vez.
Y yo no quería que me soltara.
Zoe tampoco fallaba.
Llegaba todos los días, como un pequeño rayo de luz.
A veces hablábamos de todo, a veces de nada... pero su presencia era un bálsamo que necesitaba más de lo que podía admitir.
Cada vez que traía un nuevo peluche para Colyn, no podía evitar que se me empañaran los ojos.
Era como si ella pensara que, de alguna manera, esos pequeños regalos le darían fuerza a mi hijo.
Y yo también quería creerlo.
Porque aunque el mundo afuera seguía girando, aquí dentro, en esta burbuja de hospital, nuestra vida apenas empezaba a reconstruirse.
Un latido.
Un suspiro.
Un milagro a la vez.
Esa mañana, el doctor llegó sonriendo de una manera distinta.
Una sonrisa más tranquila, más viva.
Cody y yo nos miramos, nuestras manos enlazadas, nuestros corazones temblando.
—Colyn está mejorando —dijo el doctor—.
Si todo continúa así, en tres semanas podremos realizar la operación en su corazón.
Sentí que el mundo se detenía.
Esperanza.
Miedo.
Una promesa que dolía de tan real.
Cody apretó mi mano con más fuerza.
No dijo nada, pero no hacía falta: podía sentirlo todo en su gesto.
El doctor nos habló de los cuidados, del equipo, de las posibilidades.
Nos prometió que harían todo lo humanamente posible.
Y yo quería creerle con todo mi ser.
Esa misma tarde, cuando todo parecía en calma, el huracán volvió a estallar.
Todo empezó cuando mi padre, al saber que Cody debía asistir a una reunión de negocios, se ofreció:
—Yo me quedaré con Anny esta noche —dijo, firme, cruzando los brazos—.
Tu madre no puede entrar. Está con gripe. No podemos arriesgarla.
Yo iba a agradecerle, pero Cody fue más rápido.
—No —dijo, su voz cortante, seca—.
No voy a dejar a Anny ni a Colyn contigo.
La habitación se volvió de hielo en un segundo.
Mi padre frunció el ceño, como si no pudiera creer lo que oía.
—No seas ridículo, muchacho —gruñó—.
No puedes hacerlo todo solo.
Cody avanzó un paso, su mandíbula apretada.
—No se trata de eso —respondió, su voz baja pero cargada de rabia—.
Se trata de que no confío en ti.
No después de todo lo que hiciste.
Mi pecho se apretó.
Sentí la herida palpitar, sentí el dolor de sus palabras clavándose en el aire.
Intenté hablar, intenté suplicar que no pelearan...
—Cody... papá... —susurré, débil, apenas audible.
Pero no me oyeron.
Estaban demasiado atrapados en su propio orgullo, en su propio dolor.
Las palabras volaban como cuchillas, reabriendo heridas que apenas comenzaban a cicatrizar.
Y yo, desde mi cama, los veía... tan lejos... como si no existiera.
Fue entonces que la puerta se abrió.
Zoe apareció, con un peluche nuevo entre los brazos y una sonrisa que se desvaneció al instante al ver la escena.
Se acercó rápido.
Sin pensarlo, se puso entre ellos y mi cama como si fuera un escudo.
—¿Se puede saber qué demonios están haciendo? —dijo, su voz baja, firme, maternal—.
¿Peleándose como críos frente a ella? ¿Frente a su bebé?
Cody se quedó helado.
Mi padre bajó la mirada, incómodo.
El silencio cayó de golpe, pesado y doloroso.
Zoe se agachó junto a mí, pasando una mano suave por mi cabello.
—Estoy aquí, preciosa —me susurró—.
Todo va a estar bien.
Y en ese instante, dejé caer la cabeza en la almohada, cerrando los ojos.
Dejándome sostener.
Dejándome amar.
Porque a pesar del dolor, del miedo, de los errores... seguíamos aquí.
Luchando.
Juntos.