Narrado por anny
Lo admito: me aprovecho un poquito de que Cody me quiera tanto como yo a él.
¿Y por qué no dejarme malcriar un poco? Es algo que, sinceramente, no quiero —ni pienso— evitar.
Después de todo, he pasado semanas en una cama de hospital, sobreviviendo a un torbellino emocional, físico y hormonal. Me merezco una pizca de egoísmo, ¿no?
La habitación, que hasta hace unos minutos era un templo de calma —con la suave respiración de Colyn y la tranquilidad de saber que mañana por fin nos darán el alta—, se transformó de repente en un auténtico campo de batalla.
Todo empezó con la llegada de Zoe, rebotando como un rayo de sol, con su típica sonrisa de “¡llegó la tía favorita!”. Apenas tomó a Colyn en brazos, apareció mi madre como si tuviera sensores de nieto instalados. Cinco segundos después, Zoe perdió la batalla: mamá le arrebató al bebé con la seguridad de quien lleva veinte años compitiendo en secuestros de nietos.
Zoe protestó. Mamá la ignoró. Campeona invicta.
Pero el caos apenas comenzaba.
Mi suegro —ese hombre maravilloso, exagerado y con corazón de oro— también se asomó por la puerta. Bastó una mirada para que captara el ambiente de guerra. Sonrió como si dijera: “¿Qué capricho nuevo tiene la reina hoy?”
Y no estaba equivocado.
Un solo comentario mío, muy casual, sobre lo fea y rígida que era la cuna del hospital... y al día siguiente apareció una cuna blanca de ensueño, con detalles azul cielo, almohadas suaves y todo lo que un pequeño príncipe podría necesitar. Las enfermeras intentaron protestar, pero la cuna se quedó. Y yo... bueno, yo me sentí como la madre de un emperador.
Y ahora que sabíamos que mañana al fin nos íbamos a casa, comenzó la verdadera guerra.
—Creo que lo mejor es que ellos se queden conmigo —anunció mi madre con esa voz de “esto no es una sugerencia”.
—Y conmigo también —añadió mi papá, inflando el pecho como si fuera a lanzar su candidatura presidencial.
Mi suegro, por supuesto, no se quedó atrás.
—En mi casa hay más espacio, más seguridad, más privacidad. Además, la piscina está climatizada —dijo como si nos vendiera un resort cinco estrellas.
—¡En la mía tiene su cuarto preparado desde hace meses! —reclamó mi madre, ofendida como si le hubieran robado su título de abuela favorita.
—¡Yo cocino mejor! —intervino mi papá, como quien lanza una bomba.
—¡Yo tengo chef contratado! —remató mi suegro con ceja alzada y sonrisa ganadora.
Touché.
Cody, sentado a los pies de la cama con Colyn en brazos, respiró hondo como si contara hasta mil. Mientras tanto, yo, con alma de reina caótica, me acomodé las sábanas, alargué la mano como si fuera a hablar en la ONU y dije con dulzura:
—¿Puedo decir algo?
—Anny, cariño, tú descansa. Nosotros nos encargamos —me cortó mi madre, sin pizca de remordimiento.
¿En serio? ¿En mi propio hospital, en mi propia alta, en mi propia vida?
Miré a Cody con ojos de súplica. Él me regaló una sonrisa serena, me dio un pico en los labios y susurró:
—Ahorita los corren. Aguanta, reina.
Suspiré.
Sabía que todos lo hacían por amor... pero también sabía algo mejor: tenía un plan.
Esperaría a que todos se fueran. Esperaría a que la habitación volviera a ser nuestra. Y entonces, cuando estuviéramos solos, con Colyn dormido y Cody relajado, le propondría lo impensable:
Nada de casas ajenas.
Nada de vivir entre suegros, padres o zonas neutrales.
Quería un hogar solo nuestro.
Nuestro nido. Nuestro refugio. Nuestro caos privado.
Convencerlo sería difícil…
Pero yo tengo mis truquitos.
Y Cody... bueno, Cody nunca ha sabido decirme que no.
Finalmente, el mensaje divino descendió: necesitábamos descansar.
—Está bien, está bien —suspiró mi papá, como quien firma su sentencia de muerte—. Pero mañana hablamos de esto otra vez.
—Con más calma —añadió mi madre, trágica, como si me dejaran sola en medio del apocalipsis.
Mi suegro, siempre extra, prometió traer un chef privado, una nana, un guardia personal y, si queríamos, un pony. (¿Lo del pony era en serio? Nunca lo sabremos).
Zoe, fiel al drama, aplaudía cada oferta como si fuera una subasta millonaria.
—¡Oye! Un pony no se consigue todos los días —me dijo por lo bajo, riéndose.
Tras múltiples bendiciones cruzadas, promesas de “mañana te traemos ropa decente” (¡mi camiseta vieja de hospital se sintió ofendida!), todos se fueron al fin.
Silencio. Gloria. Paz. Amén.
Zoe fue la última en salir. Me abrazó fuerte y me susurró:
—No te lastimes… pero hazlo sufrir un poquito. Que valga la pena.
Yo solté una risa silenciosa mientras la veía besar a Colyn en la frente.
—Chao, mi hermoso bebé. Mañana vendrá la tía por ti —canturreó antes de cerrar la puerta con un guiño.
Perfecto. Era mi momento.
Me estiré en la cama con casualidad estudiada, dejando ver un poco de pierna (solo lo justo), y Cody, de pie junto al armario, me echó un vistazo rápido...
Y ahí estaba: ese microsegundo en el que su mandíbula se tensó.
Lo notó.
—¿Estás cansada? —preguntó, acercándose con esa voz grave que me derretía.
—Un poco —respondí en tono inocente, mientras me acomodaba el cabello hacia un lado, dejando mi cuello al descubierto.
Se sentó al borde de la cama, acariciándome la mano, mirándome con ternura y alerta. Sabía que algo tramaba.
—¿Qué estás planeando? —preguntó, medio divertido.
Suspiré, como quien sueña despierta.
—Solo pensaba lo lindo que sería tener nuestro propio lugar. Algo pequeño, tranquilo... solo nuestro. Tú, yo y Colyn.
Sin papás.
Sin suegros.
Sin competencias culinarias.
Y definitivamente sin promesas de ponys.