Por fin, el gran día había llegado.
Lloraba.
Pero no de tristeza, sino de pura y genuina felicidad.
Sentada en la silla de ruedas —una regla innegociable del hospital aunque juré que podía caminar—, Cody empujaba suavemente mientras yo abrazaba a nuestro hermoso Colyn contra mi pecho.
Mi corazón latía rápido, emocionado, mientras la brisa fresca de la mañana acariciaba mi rostro. Después de tantos días encerrada en esa habitación estéril, respirar aire libre era como una fiesta para mis pulmones.
La entrada principal del hospital estaba llena de movimiento: enfermeras corriendo de un lado a otro, doctores serios hablando de cosas importantes, familias entrando y saliendo.
Aun así, en ese pequeño instante, todo el mundo parecía haberse detenido solo para mí.
Antes de irnos, sentí que debía hacer algo.
—Espera un segundo —le pedí a Cody, bajando la mirada hacia mi bebé dormido—. Quiero despedirme bien.
Cody, que podía leerme como un libro abierto, asintió sonriendo.
Así que, sujetando con fuerza a Colyn, me acerqué a las enfermeras que tanto nos habían ayudado, una por una, dándoles las gracias entre lágrimas, abrazándolas con torpeza y prometiendo volver a visitar (aunque no estaba segura de querer volver a pisar un hospital pronto).
Cuando llegamos a donde estaba el doctor principal, Cody fue el que tomó la delantera.
Con la seriedad y gratitud que solo él podía transmitir, le tendió la mano firmemente y dijo:
—Gracias por todo. Le debo demasiado.
El doctor sonrió, visiblemente conmovido, y deseó lo mejor para nuestra familia.
En ese momento, mientras veía a Cody, su cabello desordenado por la brisa, su mano fuerte sujetando la silla de ruedas, y a nuestro hijo seguro en mis brazos, sentí que el mundo era perfecto.
Claro que la perfección duró poco, porque al salir a la acera... el verdadero drama comenzó.
Allí estaban: mis padres (que ya habían peleado, llorado y casi ofrecido su casa como un santuario sagrado) y mi suegro, parado como un general organizando tropas.
—¡Listo! ¡Vámonos! —dijo mi papá, tomando la maleta como si fuera a llevarme a un campamento de verano.
—Ya están listas las habitaciones, cambiamos sábanas, desinfectamos todo, hicimos un cuarto para el bebé —enumeraba mi mamá, casi sudando entusiasmo.
—Nos quedaremos unos días en casa de los padres de Anny... pero solo mientras buscamos nuestra propia casa.
Silencio. Silencio absoluto. Tan absoluto que se podría oír a una nube pasar.
Mis padres se quedaron con la boca abierta. Mi mamá se llevó la mano al pecho, como si acabara de recibir una puñalada emocional. Mi papá dejó caer la maleta, como si ya no tuviera sentido alguno pelear.
Y mi suegro… bueno, él sonrió con toda la satisfacción de un emperador que acababa de ganar una guerra sin mover un dedo.
—Pero la condición es —agregó Cody, con su voz tranquila pero firme, como quien deja caer una bomba de forma educada— que será cerca de la casa de mi padre. No se negocia.
Yo me acomodé en la silla de ruedas con Colyn en brazos, viendo cómo el mundo se partía en tres: el bando García, el bando suegro-mandón, y nosotros dos, en medio, con un bebé dormido y los nervios hechos gelatina.
Y así, con la tensión aún en el aire, pusimos rumbo a casa de mis padres.
La casa estaba exactamente igual a como la recordaba: ese olor a café recién hecho con pan casero, el ruido de fondo de una televisión siempre encendida, fotos por todas partes (incluso una mía con brackets que rogaba que desapareciera) y ese caos estructurado que solo mi familia podía crear.
Pero no habíamos dado dos pasos dentro cuando el caos se soltó como un enjambre de abejas parlantes.
—¡La cuna va en la esquina del cuarto de visitas, pero también hicimos espacio en tu cuarto, por si el bebé duerme ahí en las tardes! —decía mi madre, señalando cada rincón como si fuera un mapa de batalla.
—Yo me encargo del humidificador. El aire seco no es bueno para los pulmones de un recién nacido —aportó mi papá, sacando un aparato enorme de una caja como si estuviera armando una estación meteorológica.
—¿Y los pañales? ¿Tenemos pañales para recién nacido, de los suaves, de los que no rozan? —seguía mi mamá, ya con una libreta en la mano y un bolígrafo que parecía un arma.
—¿A qué hora se baña el bebé? —preguntó mi tía por teléfono (¡porque claro que ya se habían enterado todos!).
—¡Tienen que ponerlo al sol! ¡Vitamina D, gente! El bebé necesita sol —gritó mi papá, abriendo todas las cortinas y moviendo el sofá, como si de pronto mi hijo fuera una planta de invernadero.
—¿Y la sopa? ¡No pueden acostarse sin comer sopa! —insistía mi madre con la cuchara en alto, la misma que me apuntaba como si fuera una amenaza pasivo-agresiva con aroma a pollo y cilantro.
Colyn seguía durmiendo, ajeno al apocalipsis logístico que se había desatado a su alrededor.
Y Cody… pobre Cody.
Estaba de pie, con la mandíbula tensa, los ojos entrecerrados, y esa postura de “no sé si estoy en una comedia o en un episodio de supervivencia extrema”.
Y fue ahí cuando sucedió.
—¡BASTA! —exclamó Cody, con esa voz que parecía calma pero que venía directamente del volcán que tenía adentro.
Silencio. El mismo que cuando anunció que nos íbamos a mudar. Solo que ahora tenía más potencia dramática. Se escuchó caer una cucharita al suelo.
—Con todo el respeto del mundo —dijo él, respirando profundo y con los ojos fijos en todos—, Anny acaba de salir del hospital. Está exhausta. Colyn también. No necesitamos sopa, ni humidificadores, ni entrenamientos de astronautas para dormir al bebé. Solo. Necesitamos. Dormir.
Mi mamá abrió la boca, pero Cody levantó una mano.