Al finalizar el evento, las familias importantes se dirigieron al palacio. La reina Agatha había planificado un banquete en honor a su hijo. Claro está que aquello lo había hecho pensando en que quedaría dentro de la clase de los Virtuosos.
Durante todo el trayecto ella no le dirigió la mirada. Denaisa y su padre habían optado por irse en otro carruaje, y aquello hizo que la vergüenza de la reina aumentara mucho más.
El que Emerald hubiera quedado dentro de los Luchadores era una deshonra. Jamás un Lagnes había quedado en una clase tan baja. En ese lugar siempre quedaban los hijos de los nobles, quienes, en su gran mayoría, carecían de magia.
La pequeña observó por la ventanilla del carruaje, los árboles se mecían ligeramente al compás del viento, la luna brillaba en lo alto del cielo e iluminaba su sendero. El silencio mortuorio entre ambas era opacado por breves segundos, debido a los relinchos de los caballos.
Emerald sujetaba sus manos sobre su regazo, se sentía inquieta. El deseo de arrancarse la ropa se iba acrecentado conforme los minutos pasaban. El ver ese uniforme rojo cubriéndola acababa de despedazar la poca autoestima que tenía. No entendía qué era lo que había pasado.
Había tenido pruebas exitosas en dos de las clases, pero no se le había considerado la de los Sanadores. Para el portal era como si ella no poseyera ni un solo talento mágico. Y aquello era algo muy extraño: era consciente de que su magia era inestable, pero la poseía.
—Madre... —La única respuesta de su madre fue observarla con repulsión un segundo. Enseguida volvió a alzar el mentón y a observar por la ventanilla del carruaje.
Había decepcionado a todo su pueblo.
Había deshonrado la memoria de su hermano.
Ahora todos pensaban que Diamond era un perfecto inútil que fue relegado a la raza luchadora.
En cuanto llegaron al palacio, Agatha bajó del carruaje sin siquiera mirarla. Los sirvientes, al ver que traía el uniforme rojo, no pudieron evitar sorprenderse. Era algo inconcebible que, a pesar de su ascendencia, no tuviera magia. Pero era lo que era. El portal jamás se equivocaba en una elección.
—Príncipe Diamond —Alessa se acercó hacia él y le sonrió. Emerald, por pura cortesía devolvió levemente el gesto, pero no se sentía para nada feliz al hacerlo—, su traje se encuentra listo en la alcoba. ¿Desea que lo ayude a cambiarse?
—Puedo solo —le respondió, y comenzó a avanzar en dirección a las escaleras con destino a su habitación.
Mientras iba caminando a paso fúnebre, alcanzó a oír a la perfección cómo los reyes de Sudema y Genivia se estaban burlando de ella, todo esto frente al rey Arthur, quien se mantenía con la cabeza agachada debido a la vergüenza de que su hija, su amada y perfecta princesa, hubiera terminado con un inepto para la magia.
Aunque ellos ni siquiera se hubieran dado cuenta de que ella estaba allí, no estuvo dispuesta a seguir escuchándolos durante más tiempo y apuró el paso. En cuanto llegó a su alcoba, se desvistió y tiró con odio el traje al suelo.
Estaba demasiado frustrada por todo. Nunca había pensado que odiaría tanto un color y una marca como en ese momento.
No sentía deseos de bajar, pero si no lo hacía, estaría tentando su suerte. Su madre se encontraba sumamente enojada, y darle un motivo para que se encolerizara más sería demasiado arriesgado. Ella jamás había castigado o levantado la mano a Diamond, pero ahora la situación era diferente. Podía poseer la apariencia de su hermano, pero no era él, y el trato tirante con su madre se mantenía igual que antes.
Furiosa, se acercó al escritorio y tiró los libros que había sobre él. El tintero que estaba cerca también cayó al suelo y se partió en diminutos fragmentos, y la tinta comenzó a expandirse y llegó, incluso, a manchar algunos libros. Pero antes de que el líquido de color negro se acercara al libro de magia, ella corrió a alcanzarlo y lo alejó de allí. Lo abrazó contra su pecho y algunas lágrimas escurrieron por sus ojos.
Emerald se sentó en el borde de la cama y suspiró de forma pesada. Abrió y observó las hojas; algunas lágrimas terminaron cayendo sobre ellas, manchando ligeramente el papel de color amarillento. Llegó al final, pero solo en ese momento se percató de que el papel donde decía el hechizo de transformación ya no se encontraba dentro. Alguien lo había sacado. Sabía que había estado allí hasta antes de que se fueran al evento, lo había visto.
—¿Quién pudo...?
El corazón golpeteaba en su pecho con fuerza. Si alguien descubría el hechizo, podría jugarle en su contra. Quedaría expuesta, y eso iniciaría una revuelta entre todos los reinos, quienes demandarían su cabeza y la de su madre.
—¡Diamond! —escuchó desde el otro lado. Era su madre; el tono que usaba no era para nada tranquilizador.
La reina abrió la puerta de golpe y Emerald dio un respingo tras escucharla. La mujer se acercó a ella de forma peligrosa. La pequeña podía jurar que de los ojos de su progenitora brotaban llamaradas al rojo vivo.
—¿Qué fue lo que pasó? —le preguntó entre dientes, ella tan solo se limitó a apretar los puños a cada lado de su cuerpo.
—No lo sé, mamá —le respondió con sinceridad, mas la reina no quedó contenta con esa respuesta.
En cuestión de segundos, la palma de su mano se estrelló contra el rostro de la pequeña, que desvió la mirada y se quedó observando un punto inexacto del cuarto. La reina apretó los puños, parecía dispuesta a volver a golpearla, y Emerald cerró los ojos, esperando. Pero la reina simplemente volteó y pateó lejos el uniforme de color rojo.
—Bajarás, saludarás a los presentes, felicitarás a Trellonius y Julian, y luego volverás a tu habitación. —Emerald asintió cabizbaja mientras apretaba sus dedos—. A partir de la próxima semana, irás a la escuela. —En ese momento, la pequeña le prestó verdadera atención a su madre. Se suponía que las clases no comenzarían hasta dos meses después—. Te quiero lejos de aquí lo antes posible.