***
La desobediencia es algo que no podemos permitir. Los crímenes que ustedes han cometido merecen castigo, y nosotros, como dioses de este siglo, nos encargaremos de hacer cumplir la ley.
Navidia, ciudad de la primavera, desde el día de hoy se te condena a un invierno eterno.
Navidia, tu nación y tu gente serán condenadas con la marca de la muerte.
A donde quiera que vayan los reconocerán por ser portadores del símbolo.
A donde quiera que escapen se los ha de repudiar por lo que aquella marca representa.
Navidia, desde hoy y hasta tu caída, tu pueblo será condenado al abismo congelante.
Texto de los dioses – Año 0 de la monarquía.
***
Nación de Navidia
La fría ventisca de aquella noche provocó que ni un solo ciudadano estuviera fuera de sus rústicas moradas. Los comercios cerraron temprano y todos mantenían encendido el calefactor a base de aceite a máxima potencia.
Navidia era una nación gélida, casi tanto como sus residentes. Cuenta la leyenda que aquella nación fue forjada bajo el derramamiento de sangre de los grandes reyes para luego ser salvada por la dinastía Ases. Por desgracia, los dioses, embravecidos por aquel accionar de sus habitantes, decidieron condenar a la nación, sumiéndola bajo un maleficio congelante del que nunca podrían deshacerse.
El muro de piedra, resguardado celosamente por los mejores guardias, comenzó a elevar sus puertas. Con una sincronización inigualable, la campana que reposaba en lo alto, la cual estaba sujeta por un armazón de madera, empezó a retumbar, provocando que más de un habitante asomara el rostro por la ventana para tratar de distinguir algo pese a la poca visibilidad del ambiente.
—¡Caravana de regreso! —gritó uno de los soldados, su aliento congelado escapó de debajo de los gruesos mantones de piel que recubrían su cuerpo.
—¡Cedan el paso! —Esta vez el grito vino desde la parte baja.
Los soldados de rangos menores comenzaron a palear la entrada con gran destreza para permitir la movilidad de las ruedas. La nieve les llegaba hasta la cintura; si el carruaje ingresaba en esas condiciones, era probable que quedara atascado.
—exclamó el jefe de la guardia. Él estaba fumando de su pipa, aunque uno podía jurar que al exhalar el humo por su boca, este se cristalizaba.
Cuando la carroza, que poseía ruedas especiales, llegó a la entrada y los enormes osos negros que lo halaban se detuvieron, el cochero descendió y el jefe de la guardia le extendió una cantimplora que contenía su mejor licor para que pudiera entrar en calor.
—Es bueno saber que regresaste, Leion. —Como si se tratara de un entrañable amigo, el guardia palmeó ligeramente el hombro del cochero.
—Siempre regreso, Gabriel —dijo con sorna, devolviéndole el contenedor. El sujeto traía tantos pliegos de piel encima que era muy difícil saber su contextura, parecía más un oso que una persona.
—El rey Rugbert ya se mostraba impaciente, pero sabes lo peligroso que es tratar de entrar en contacto en estas condiciones.
—Y que lo digas... Estar corriendo de un lado al otro con el... paquete es complicado. Esta vez me siguieron. Lo sé, pude sentirlos.
—Será mejor que vayas de inmediato al lugar designado —el anciano le dio la razón—. Los muros escuchan.
—Y las aves hablan —respondió sin prisa mientras volvía a montar en el asiento para obligar a los peludos osos a seguir avanzando.
A medida que continuaba avanzando con lentitud, los aldeanos, al ver que al parecer solo se trataba de otro comerciante, optaron por volver a bajar las cortinas. Los faroles de velas empañaban el cristal de los vidrios y el camino empedrado estaba casi tapado por los copos de nieve que seguían cayendo.
Cuando el anciano llegó a su destino, el palacio, se dirigió hacia una compuerta trasera, la cual se elevó para dar paso a una habitación de piedra. Ingresó con cautela, asegurándose de que nadie lo estuviera siguiendo, y movió una palanca que estaba en la pared del lado izquierdo para permitir que la compuerta volviera a bajar.
—Me alegra que volvieras. —El mismo rey Rugbert acababa de aparecer a su lado, lo que provocó que el anciano casi tuviera un paro cardíaco.
—Descuide, Su Majestad. —Tras recobrar el aliento, hizo una reverencia. Rugbert, con una señal de la cabeza, le indicó que se parara en medio del cuarto, donde se hallaba el carruaje.
El imponente rey hincó una de las rodillas en el suelo y colocó su palma contra la superficie. Un halo morado se fue extendiendo y aquel espacio del centro comenzó a descender con lentitud.
—Pensé que esta vez no la contaría; me di cuenta de que me estaban siguiendo, así que tuve que apresurar el paso. Los osos necesitarán descansar el doble de tiempo.
—Fue cauto de tu parte hacerlo —respondió el rey—. Me encargaré personalmente de que estén bien cuidados. Nunca se sabe cuándo deberemos usarlos otra vez.
—Noté algo extraño en esta ocasión, Su Majestad. —De solo recordarlo, los vellos se le pusieron de punta—. Vi una sombra que me espiaba en medio del oscuro bosque sin retorno. Me habló, y aunque no lo entendía, su voz resultaba inquietante.
—No hay duda, era él —dijo Rugbert mientras apretaba la mandíbula—. Está más fuerte que antes, ha reclamado la sangre de los Lagnes.
—¿En verdad lo cree así? —Las manos del hombre temblaban, un nudo se posicionó justo en la boca de su estómago y sintió que el mundo se le venía abajo.
—Quiero creer que no, en verdad, pero no eres el único que ha visto aquella sombra andar por allí con libertad.
Después de eso, ambos se quedaron en completo silencio. El carruaje siguió descendiendo, pero la preocupación que aquel par sentía era algo tan agobiante que generaba malestar.
—Ayúdame a colocarlo en su lugar. —Rugbert abrió las compuertas mágicas del carruaje y el anciano subió para poder empujar lo que había allí dentro—. Con cuidado —pidió el rey y el cochero asintió.