Cuando la reina se desvaneció en el aire, la luna fue tapada por nubes negras, el revelador apagó su brillo y aquellos restos brillantes provenientes de su cuerpo terminaron escapando por la ventana. El domo lentamente se desvaneció y Draven se acercó con prisa a ayudarlos. Julian apretaba contra su cuerpo a Emerald llorando con amargura y Draven no entendía qué era lo que había pasado. Desde donde se encontraba solo los había visto levitar. No pudo oír nada, ni tampoco vio el momento exacto en el que la reina Marie se despidió, apenas alcanzó a ver como Emerald comenzaba a ahogarse.
—¿Qué pasó, él está bien? —El castaño trató de agarrar a su amigo, pero Julian se lo impidió.
El muchacho lloraba como si hubiera perdido a alguien valioso. Como era lógico, esto alarmó a Draven, pero tras ver que su compañero aún respiraba, se quedó un poco más tranquilo. Aunque el estado actual en el que se encontraba no era tampoco demasiado alentador.
***
Emerald se mantenía inmóvil, sumida en un mar de memorias, en gran parte dolorosas. No recordaba qué había pasado, ni siquiera sabía dónde se encontraba en ese momento, pero de algo estaba segura: por fin, luego de tanto tiempo, tenía las respuestas a aquellas interrogantes que rondaban su mente. Aunque también sentía como si la mitad de su ser hubiera sido arrebatado, tal y como le había pasado en la cueva.
En tanto flotaba por los pasillos como si fuera una esfera de luz, el tiempo comenzó a retroceder con lentitud. Reconoció a la reina Marie, quien no pasaba de los dieciocho años.
—¿Estás segura de esto? Podemos esconderlo en cualquier otro lugar, no es conveniente que nos quedemos en la escuela —escuchó que murmuraban. Al voltear, vio al joven de cabello rubio que había aparecido en la visión del lago.
—No conozco lugar más seguro —confesó ella a medida que abría la puerta de aquel cuarto.
Las paredes estaban repletas de trofeos y había cuadros pintados que se movían. En muchos aparecía ella alzando algunos de esos premios.
—Escúchame, Marie, no sé si sea conveniente dejar aquí las cosas... Alguien podría encontrarlas y usarlas a su favor. —El rubio temblaba como una hoja a medida que cerraba la puerta a sus espaldas y solo una vez que colocó el pestillo, se permitió a sí mismo respirar con cierta tranquilidad.
—August, te preocupas demasiado. —Ella sonrió—. Además, para poder abrir la entrada se necesita saber qué hacer, y solo tú, yo y Diómedes sabemos la forma de hacerlo. —La muchacha caminó hasta una pared que se encontraba cerca de la ventana, justo en medio de dos estantes, y colocó un pie delante de otro.
Cerró los ojos y respiró de forma pausada, de la palma de su mano derecha brotaba energía, la tan característica de ella, que poseía una tonalidad morada. Una vez que acumuló una cantidad suficiente, depositó la palma sobre la superficie de piedra. La imagen de una rosa comenzó a formarse y los bordes de una puerta aparecieron.
—Abreo —murmuró y los bloques se movieron para dar paso a un túnel secreto.
La chica pelinegra y el joven de cabello dorado bajaron los escalones seguidos por Emerald, quien seguía siendo un orbe de luz. Marie volvió a hacer un conjuro para que los faroles dentro se encendieran. La luz era tenue debido al espacio, pero al menos de esta manera la princesa ya pudo ver con mayor detalle hacia donde se estaban dirigiendo.
Las escaleras caracol eran estrechas, solo se podía pasar de a uno. Al parecer, ese pasaje secreto estaba muy metido entre las paredes del castillo de la escuela y, por algún motivo, la reina Marie escondía algo que no debía ser visto por otras personas.
En cuanto llegaron a la planta baja, Emerald se encontró con un salón lleno de especias, especímenes, calderos e incluso un revelador postrado en una esquina. Ambos jóvenes se acercaron a la mesa de madera, que tenía encima diversos pergaminos. Marie caminó un poco más lejos y trajo consigo un pesado libro con cubierta de cuero y hojas que tenían cierto brillo. Sujetó el tintero y una pluma, remojó la punta dentro y comenzó a escribir un nuevo hechizo. Con cada trazo que daba sobre las hojas blancas, ella sonreía. August, por su parte, estaba a un lado, analizando mejor toda la situación.
—¿Crees que sea buena idea que Diómedes tenga acceso a este lugar? —El muchacho caminó hasta los estantes y tocó algunos frascos de vidrio con colores extraños.
—Podría confiarle mi vida, August, no debes desconfiar tanto de él —respondió ella sin despegar la vista del libro.
—Piénsalo con cuidado, Marie. Diómedes no es de nuestro estatus social, podría estar resentido con nosotros por los años de mandato y estar usando una fachada para hacerte daño.
—Él no haría eso... —La muchacha volteó a observarlo mientras suspiraba—. Sé que me quieres, pero soy lo suficientemente grande para poder cuidarme por mi cuenta. —Tras decir esto, volvió a darle la espalda—. Dentro de unos meses será la coronación y necesito que ambos se lleven bien. Seremos familia, después de todo.
—Extraño cuando éramos solo nosotros. —Después de la confesión, la reina volteó para observarlo otra vez—. ¿No recuerdas lo mucho que nos divertíamos siendo solo nosotros?
—Seguimos siendo unidos —la respuesta de él parecía descolocarla un poco—, ¿por qué él tendría que venir a cambiarlo?
—Planeas meter a la familia a alguien que nunca estuvo rodeado de una vida... digna —soltó con cierto desdén—. ¿No crees que está sacando provecho de todo esto?
—¿No crees que alguien pueda amarme? —cuestionó y el muchacho expandió los ojos tras la pregunta—. Amo a Diómedes, quiero vivir a su lado... Sé que él me ama de la misma manera.
—Mancharás el linaje Lagnes por un capricho, hermana —respondió él de forma escueta.
—Ya te lo dije, August, no voy a casarme contigo. —Ella giró el cuerpo para no tener que verlo más—. Quiero cambiar esa tradición enfermiza de nuestra familia.