Cruzaron el puente y desde el interior del carruaje se escuchaba las maderas rechinar por el peso. Emerald corrió la cortina de las ventanas apenas un poco, y pese a que los cristales estaban empañados por el frío, logró ver el río congelado que corría debajo.
—Según los libros de historia, se dice que este río alguna vez tuvo una enorme variedad de peces. —Julian asomó el rostro para tratar de ver la superficie endurecida—. Antes, Navidia era el principal exportador de pescado y los ingresos que se generaban provocaron el crecimiento del reino.
—Se ve que rebosó de vida alguna vez —dijo ella y él asintió.
—¿Y cuál es su principal fuente de ingresos ahora? —preguntó Draven.
—La minería. Debido al clima, lo único que podemos hacer es eso.
Navidia, sin ella quererlo, había sido una de las naciones más golpeadas por Marie. La aflicción que la envolvió aquel día luego de perder a su hijo había provocado que sumiera a la nación en una prisión de hielo. Los sentimientos de soledad y tristeza habían emergido de su ser y detuvieron el tiempo para todos. No sintió que hubiera esperanza. Ella solo se rindió y dejó ganar a aquella oscuridad contra la que toda su vida había luchado.
Marie poseyó un poder hermoso pero peligroso.
Emerald era consciente de que compartía ese rasgo con ella, por lo que no podía evitar preocuparse. No se podía permitir sentir algo como cualquier persona normal; debía aprender a controlar sus emociones porque estas podrían ser los detonantes de una nueva calamidad.
Desde el día de su cumpleaños, en el que asesinó a esos dos sujetos, se dio cuenta de que no sabía controlar aquel inmenso poder que dormía dentro de ella y había buscado retenerlo porque la asustaba poseerlo. Pero, contradictoriamente, cada vez que debía realizar algún hechizo se sentía... feliz.
Observaron por la ventana un rato más hasta que terminaron de cruzar el puente y luego siguieron conversando los unos con los otros. El tiempo transcurría con lentitud y, al igual que el día anterior, cuando cayó la noche, se detuvieron en una posada, donde volvieron a ser distribuidos de la misma forma en las habitaciones. Julian colocó una vez más el conjuro en la puerta, solo así lograban descansar con tranquilidad. Y a la mañana siguiente la rutina se repetía.
Todos ya traían el cuerpo demasiado cansado, no solo porque debían estar sentados en la misma posición por horas, sino también porque conforme se iban acercando a Navidia el frío iba aumentando, lo que entumecía aún más sus músculos.
Julian les contó que en esa época del año las tormentas estaban en todo su apogeo y que a eso se debía el clima tan gélido, pero Emerald no podía evitar pensar que todo eso era por algo más. La sensación de incomodidad que sentía se negaba a desaparecer.
Al llegar al tercer y último punto de su travesía decidieron descansar. Era de noche, y si bien Navidia estaba a tan solo unas horas de distancia, no era beneficioso sobrecargar a los osos de trabajo. Eran criaturas fuertes, pero hasta ellos necesitaban un momento de reposo. Y, sobre todo, debían estar lo suficientemente descansados en caso de que ocurriera algún percance.
Los recibieron con gusto en el lugar; el dueño fue quizás la primera persona que no marcó una brecha social entre Draven, Greyslan y el resto. Los trató a todos por igual, algo que a Julian le gustó mucho.
Antes de cenar decidieron darse un relajante baño. Emerald se excusó y dijo que prefería comer primero, ya que tenía demasiada hambre. Nadie dudo de ella, así que fue la única que cenó antes que el resto. Para cuando terminó, los demás se estaban encaminando hacia el comedor, así que era momento de aprovechar y por fin bañarse luego de varios días.
Dejó que la tina caliente fuera la cómplice de sus preocupaciones, y como si el agua pudiera entenderla y brindarle una respuesta, observó la superficie hasta que se enfrió tanto que tuvo que salir por la fuerza.
Se colocó su pijama y bajó una vez más las escaleras. Tenía dos opciones: ir con los demás o meditar las cosas que tenía en su cabeza. Optó por lo segundo; quiso estar un momento a solas, así que se fue hacia el invernadero interno que tenía la posada.
Era un espacio bastante amplio, con gran variedad de verduras, especias y hortalizas. De cierta manera, al sentir el calor que irradiaban las lámparas dentro, podía olvidarse por un momento de tantas cosas que tenía en su mente. Pero aquello no bastaba; cuando se paraba a pensar, su cerebro no dejaba de trabajar.
Se acercó hacia la baranda que quedaba cerca de los vidrios, recostó sus brazos sobre esta y apoyó el rostro encima. Permaneció observando a la nada absoluta con el sonido del viento y de su propia respiración como sus únicos acompañantes
—¿Te sientes bien? —preguntó Julian mientras le extendía una taza de té bellamente decorada.
Escucharlo la sobresaltó. Había estado tanto tiempo sumergida en sus propios pensamientos que ni siquiera lo escuchó acercarse.
—Me siento inquieta... —Sujetó la taza que él le dio y disfrutó de la infusión caliente, el líquido entró con lentitud en su cuerpo y la calmó un poco—. ¿Tú no te sientes... extraño?
—Te mentiría si te dijera que estoy tranquilo —dijo a medida que entrelazaba sus dedos con los de ella encima de la baranda—. Hasta ahora no me había preocupado nada porque sabía que Diómedes cuidaría este cuerpo. —Una de sus manos tocó su pecho a la altura de su corazón—. Pero ahora tengo miedo. Temo que algo te pase, Emerald.
Sus dedos sostuvieron la mano que ella tenía libre en tanto que observaba hacia el frente, los árboles se mecían con el inclemente viento y dejaban caer los cúmulos de nieve. Ambos entrelazaron sus manos con inocencia y se quedaron en silencio.
—¿Te arrepientes de algo? —soltó ella de repente, atrayendo su atención.
—No, siempre hice cuanto quise. —Tras oír la respuesta, ella no pudo evitar tensarse—. ¿Tú te arrepientes de algo?