Emerald, la usurpadora del trono [ya A La Venta]

ж Capítulo XXX: Juntos hasta el final (I) ж

Las pesadas puertas de madera se abrieron lentamente. A lo lejos, oyeron como algunos bloques de hielo del inmenso muro comenzaron a caer debido a su movimiento, lo que provocó un estruendoso eco en la entrada de Navidia.

De forma lenta y pausada, paulatino, el sonido de un corno se fue elevando y opacó por un momento el ruido de la ventisca. Más de uno pudo sentir un escalofrío recorrer su cuerpo, ese sonido era algo tenebroso.

Dentro del carruaje, Julian se puso de pie y caminó hasta estar cerca del horno. Levantó la bolsa con la que había partido de la escuela, sacó de ella una corona de oro adornada con gemas moradas, el color representativo de su familia, y se la colocó sobre la cabeza.

—¿Trajiste tu corona dentro del bolso todo el tiempo? —preguntó Draven una vez que él estuvo cerca de nuevo.

—Sí —respondió mientras se sentaba erguido sobre el asiento y entrelazaba los dedos sobre su regazo.

—¿Y por qué no te la pusiste antes?

—No me gusta usar la corona cuando no estoy en Navidia. Prefiero que las personas me traten con naturalidad. A veces siento que el trato cambia cuando la traigo puesta.

—Son herederos —respondió Draven en tono divertido—. Así no usen su corona, las personas siempre los tratarán de una forma especial.

—Supongo que es una costumbre que tengo —respondió con desgano—, a veces me gusta sentir que soy una persona común y corriente.

Luego de que escucharan como los soldados pedían que despejaran el camino, el carruaje comenzó a avanzar de manera dificultosa. Parecía que la cantidad de nieve en el exterior estaba muy acumulada.

Los gritos de los soldados retumbaron en medio del ruido de la ventisca hasta que estuvieron lejos y se perdieron. Sin embargo, no pasó mucho para que el sonido de otro corno volviera a retumbar.

—¿Por qué tocan los cornos? —preguntó Emerald al mismo tiempo que corría la cortina para tratar de ver algo fuera de la ventanilla.

La cantidad de nieve que se movía al son del viento dificultaba un poco la visibilidad del paisaje, pero la vista del pueblo de Navidia era algo que muy pocos podían olvidar. Las casas de paredes gruesas eran más bien bajas y sus techos estaban tapados por las capas de nieve acumuladas. Los faroles de aceite que las iluminaban traían los cristales congelados. Los árboles eran lo único que daba algo de color al pueblo, aunque estos, al igual que todo, se mantenían casi escondidos debajo de la nieve.

—Es costumbre en Navidia que cada vez que alguien regresa de un largo viaje se toquen las trompetas, de esta manera, la gente que está más adelante está al tanto y limpia un poco la zona. —Tanto Emerald como Draven asintieron—. También sirve a modo de precaución. Si hay un accidente a medio camino, la ayuda no tardaría en venir.

—¿Entonces lo hacen por la cantidad de nieve que hay? —preguntó ella.

—Correcto. Si se acumula demasiada, los osos no pueden ver más allá de su nariz. Es una forma de ayudarlos a que continúen su camino.

—Es un reino un poco complicado para vivir —respondió Draven mientras miraba hacia afuera.

—Lo es —Julian le dio la razón y enseguida colocó una sonrisa en sus labios—, pero cuando dejas de lado el clima hostil, Navidia parece un paraíso.

El sol apenas asomó algunos rayos que no eran suficientes para derretir la nevada. Sin embargo, cuando las luces acariciaban las estalactitas que colgaban de los tejados de algunas viviendas, daban una sensación majestuosa y llena de magia al lugar.

—Guau —exclamó Emerald, los ojos le brillaban al ver el paisaje—. Es lo más hermoso que he visto en mi vida —susurró.

—Pienso lo mismo —soltó Julian de forma casi inaudible, aunque lo suficientemente alto como para que ella lo escuchara.

La muchacha lo observó y no pudo evitar sentir como el rostro se le encendía; por la mirada que le dedicaba sabía que no se refería al paisaje.

Luego de contemplar el panorama durante un rato más, cada uno volvió a su asiento para aguardar con paciencia a que el carruaje siguiera avanzando. Tras varios minutos, por fin el coche se detuvo y el conductor bajó a abrirles las puertas. La brisa helada y un poco de nieve ingresaron dentro del espacio y enfriaron enseguida todo el ambiente. Incluso provocó que a más de uno le doliera el cuerpo por la pérdida repentina de calor corporal.

Al observar hacia afuera, una larga fila de sirvientes con enormes abrigos y paraguas negros estaba esperándolos para ayudarlos a llegar a la puerta principal sin problemas y a resguardo de la nieve.

Por cuestiones de seguridad, el primero en bajar fue Dindarrium. A continuación, descendió Julian, y los empleados inclinaron la cabeza a modo de saludo al verlo.

Cuando todos bajaron, los criados se pusieron en fila para escoltarlos a la residencia. Por como estaban formados, parecía ser más una escolta para Julian y Emerald, quienes eran guiados por un viejo sirviente.

Los huéspedes arrastraban los pies de forma dificultosa, con la ropa humedecida por la nieve derretida. Los dientes les castañeteaban y, pese a que la puerta en realidad no estaba tan lejos, a ellos les pareció que estaban caminando varios kilómetros.

—Se me congela el cerebro —gritó Draven, que estaba detrás de Emerald. Julian se rio.

—Espera a que caiga la noche y verás lo que es sentir frío realmente —le contestó, tan acostumbrado al clima que ni se inmutaba.

En cuanto llegaron a la entrada, el anciano dio tres golpes fuertes al enorme portón. Las puertas de dos metros no tardaron en abrirse y una sensación cálida emergió desde el interior.

Una vez dentro, tres sirvientes más corrieron para darles mantas y telas para que pudieran secarse. Una de las mujeres, ya algo mayor, les mostró el camino a la chimenea, ubicada en el salón principal. Cuando todos llegaron allí, más de uno comenzó a frotar sus brazos para poder sacar la gelidez de sus cuerpos.




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