Emily

CAPÍTULO 9.

Los primeros ensayos después de mi prueba de embarazo se volvieron un completo fastidio, me sentía más que anonadada por el hecho de conservar mi flexibilidad con apenas casi un mes de embarazo, sin embargo, pese a que tuviese tan poco tiempo en el periodo de gestación, los síntomas eran aún más fuertes que en los embarazos fallidos de mamá.

Las náuseas se volvían un completo martirio cuando Pete me echaba un ojo y ni se diga de las reverendas ganas de vomitar cuando las chicas se encontraban en el vestidor y todavía peor cuando Hannah y Megan eran mis únicas acompañantes.

Había hecho un excelente trabajo con eso de ocultar mis síntomas referentes a mi futura lactancia, sin embargo, pese a lo tan buena actriz que había sido, el maestro Hall no hacía más que poner los ojos encima de mí con cada ensayo de muestra que Pete interpretaba con nosotras. Cada día más mis intentos por parecer la misma Audri de antes se iban desvaneciendo poco a poco hasta terminar hechos polvo.

Terminé de anudarme las zapatillas de deporte al igual que subir los calentadores rosas por encima de mis tobillos con prisa y cogí mi maleta de la banca que se encontraba entre las taquillas de los vestidores. Las chicas andaban en sostén y pantaletas de allá para acá mientras cogían sus diminutos leotardos junto con sus zapatillas. Ubiqué a las hermanas Davis al rincón, viéndome con pereza mientras peinaban sus relucientes cabelleras a la par y presumían sus piernas estilizadas, completamente desnudas. Me dejé impresionar un poco por el hecho de la belleza innata de Megan y Hannah, pero sólo un poco. No era un secreto el que las hermanas Davis eran un secreto de belleza que raras veces se ve, desde la mata perfectamente arreglada con un castaño platinado con un halo dorado a su alrededor por el espesor  del color; esos ojos rasgados y a la vez mortíferos que las hacen ver como un par de felinos dispuestos a atacar; la piel perfectamente reluciente y limpia, su tono aceitunado a modo de caramelo y con ello, consiguiendo el tener el tipo de cutis que toda mujer desea; y por supuesto, el hecho de los cuerpos perfectos, desde la cintura tan pequeña como le es posible a una mujer sana hasta las caderas estrechas y las piernas sin un solo gramo de grasa.

Respiré hondo, tragando todo el aire que me era permitido y salí de los vestidores mientras insertaba mis manos en los bolsillos de mi chaqueta.

Yo era una bailarina solitaria, con un solo propósito: llegar al estrellato sin importar por quien debía de pasar y eso, es algo de lo que siempre me sentiré avergonzada de decir, algo de lo que siempre podré afirmar el que me hacía convertirme en la persona más fascista ante todos aquellos que podían llegar a sentirse superiores a mí en cuanto mis  pies sentían la textura del yeso de las puntas de mis zapatillas.

El día era frío por los finales de noviembre, trayendo consigo corrientes de aire escarcho que no hacían más que hacer temblar mis piernas y provocar el que mis mejillas enrojecieran al igual que la punta de mi nariz. Miré mí alrededor, percatándome de los coches que cruzaban la avenida principal al igual que los puestos ambulantes frente a la academia. Todo era un caos, al igual que una combinación de olores que en lugar de traer unas repentinas nauseas, consiguieron el que mis papilas gustativas comenzaran a percibir el sabor del dip de cebolla junto con los totopos fritos que desde la mañana venía teniendo antojo.

Ignoré por completo mis humoradas y seguí caminando, pasando por la bruma de humo de un carrito andante de tacos; los peatones andaban de allá para acá, caminando y deteniéndose en lugares específicos y así, provocando el que se formara una enorme aglomeración para el pequeño carril de peatones que se nos tenía permitido.

Gruñí por mis adentros al detenerme en el completo apogeo de la multitud, viéndome atorada en un conjunto de personas que formaban una perfecta media luna alrededor de un centro específico. Chasqué la lengua mientras comenzaba a empujar y a empujar con el fin de darme el paso libre. Estaba por llegar a mi destino — después de haber recibido más de una mala palabra y un montón de señales obscenas — cuando el sonido de un violín me detuvo en seco.

La melodía era clara, perfectamente afinada y con una emoción en ella que me tomó desprevenida por completo. Yo admiraba a los músicos pero no a cualquiera, sino a aquellos capaces de perderse en su propia sintonía y a la vez, aquellos capaces de transmitir emociones a todo aquel que le escuchase.

Me vi a mi misma  regresando a la aglomeración central, pero esta vez, tratando de llegar a primera fila mientras la melodiosa canción que él o la interprete estaba compartiendo con su público. Percibí la tristeza en las notas altas y a la vez, el retumbo de mi corazón ante las vibraciones que producía el eco debido a las diminutas bocinas que había traído el artista callejero.

— Permiso, permiso —  decía mientras me colaba por los pequeños huecos que los expectantes dejaban entre ellos. Escuché varios bufidos al igual que un montón de quejas por haberles pisado la punta de los zapatos.



#4928 en Novela romántica

En el texto hay: ballet, drama, amor

Editado: 03.09.2020

Añadir a la biblioteca


Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.