Cuando tenía seis años era muy susceptible a tener malos sueños, basados en brujas de cuento junto con un montón de creaturas terroríficas que en ese entonces eran acercadas a mi peor miedo. Mi madre me cantaba canciones de cuna, la mayoría eran inventadas por ella, y sin embargo, solían hacerme sentir tan bien… Recuerdo que sus cabellos marrones caían sobre sus hombros mientras me arropaba con mis sábanas favoritas que olían a lavanda y detergente que junto con el perfume de mamá me hacían sentir protegida, tranquila de todo mal y con la disponibilidad de poder dormir sin ser atrapada por alguna de las tétricas criaturas de dominaban mis sueños.
En esos entonces mis mayores miedos eran seres deformes, cosas inexistentes que mi imaginación creaba para hacerme una mala treta, en ese entonces me basaba en lo que imaginación quería ver para hacerme las noches más entretenidas. Nunca había pensado en un miedo real, un miedo que paralizara por completo mi organismo.
Cuando me enteré de la llegada de mi bebé, mi miedo no fue por mí y mi presunta maternidad sino por la respuesta que tendría Ezra sobre ello. Resultó ser que nunca obtuve la respuesta deseada, porque él no se enteró en mi mayor intento por parecer dispuesta a tener sinceridad sobre el tema y en cambio, obtuve la información de que todo lo que sabía de él no era más que su nombre y el que vivía en University Park y que lo que me ocultaba, era aún más grande y sucio que cualquier mentira que me hubiesen dicho en mi vida.
Estaba sentada en el sillón de tres asientos, enfundada en mi pijama de pantalones de franela y camiseta de tirantes, enrollada en la manta favorita de Paolo mientras Tammy aguardaba al lado de mí mientras llevaba una cucharada de helado a su boca. Estábamos solas en la residencia, a excepción de Jeremy y Paolo quienes estaban en una siesta relajadora en sus respectivas habitaciones.
El televisor estaba encendido, habíamos puesto una película sentimentalista que era la favorita de la madre de Tammy: 10 cosas que odio de ti. Había visto la película con anterioridad y no podía estar en más de acuerdo no sólo con Tammy sino con su madre de que era una de las películas más bonitas que había visto.
— Pienso de Kat es muy tonta al rechazar a Patrick ¡Y Bianca es una maldita al haberle hecho eso a su hermana! Aunque debo admitir que sin duda alguna Kat y Pat son mi pareja favorita — argumenté. Tammy me miró por un momento antes de reírse.
— Me encanta cómo te emocionas y eso que no has leído “La fierecilla domada” de William Shakespeare — inquirió la pelinegra después de haber engullido su chuchara en el pequeño botecito lleno de helado de galleta.
— No me gustan las obras de teatro — me miró mal —. Leí Macbeth como para saber que Shakespeare y yo no nos llevamos.
— Estás más loca que una cabra.
Guardamos silencio, volviendo a la comedia romántica en el momento justo en que Patrick comenzó a cantar una canción para Kat mientras bailaba en las escaleras. El simple hecho de verlo me causó una sonrisa de oreja a oreja, no creía que en la vida real alguien hiciera algo tan ridículo o dulce como para recuperar a alguien, inclusive en el año de 1999.
Tras terminar la película, Tammy se puso de pie, dispuesta a coger un poco más de helado de la nevera. Yo aún estaba con mi trance emocional por la película y estaba ansiosa por mirar otra en nuestro maratón de cursilerías. Era sábado, mi quinto sábado después de haber salido de casa de mis padres, y me había permitido el descansar de mi ardua caminata.
— ¿Quieres un poco? — preguntó Tammy mientras abría la alacena. Sus ojos pizpiretas me miraron.
— No, gracias.
— Dios… ¿Otra vez con tu vergüenza por aceptar nuestra comida?
— Sabes que no es eso, es sólo que…
— Sí, sí, lo de tu trabajo. ¡Eso me está comenzando a hartar! Cuando llegaste eras delgada… ¡Pero ahora estás fragilísima!
Me quedé callada por un momento. Era la verdad.
Cuando recién había llegado a la residencia, mi cintura era delgada tal y como la de una bailarina, mi cadera era estrecha, apenas con una ligera capa de grasa acumulada debido a las mínimas calorías que había consumido por las botanas de una vez al mes o uno que otro refresco. En los primeros días… los discos de mi columna podían apreciarse con el simple hecho de encorvarme un poco, mis clavículas estaban tan marcadas como mis omóplatos. Mi vientre sólo tenía una pequeña curvatura pese a que ya tuviese casi nueve semanas de gestación.