Emily

CAPÍTULO 36.

Emily estiró los brazos en cuanto su espalda chocó contra la colchoneta de la cuna que parecía estar hecha a su medida. Adoraba el cómo entre sueños, su pequeño cuerpecito se amoldaba a la comodidad de los cojines recién mullidos y su mantita amarilla que se convirtió en su fiel compañera desde nacimiento.

Me quedé ahí unos segundos, con las manos aferradas al borde de la cuna, sintiendo el suave roce de las cortinas rosadas que se extendían por los barrotes; parecía una princesa con su mameluco para dormir que le regaló Noah en cuanto se enteró que Emily comenzaba a crecer felizmente. Suspiré ante la tranquilidad, verla siempre me consolaba de todo, era como un baúl de buenas noticias y, aunque en ese momento no necesitaba ningún tipo de consuelo, me alegré de verla tan sólo. Ella era perfecta, con sus pestañas chinitas, sus labios rosados llenos y sus mejillas prominentes y regordetes.

Deposité un beso sobre las yemas de mis dedos, con delicadeza coloqué estos sobre la frente de Emily, se removió un poco bajo la frazada pero no se despertó.

Afuera estaba Noah, sentado en el sillón de la sala a espaldas de su habitación; sonreí al verle con los ojos cerrados mientras sus manos se deslizaban por las cuerdas realizando un pizzicato perfecto que resonaba lo suficiente en el salón para que le escuchara. Estaba afinando su violín como forma de distracción para dejarme a solas con Emily, le conocía bastante como para tener la certeza de que en cuanto las palabras “voy a acostarla” salieron de mi boca, él estaba puestísimo para realizar mi tarea. Me dolió darle mi negativa pero necesitaba calmar un poco la euforia que estaba desbordándose, ya tenía experiencia con mis hormonas alocadas por la felicidad y de viva experiencia sabía que no ocurría nada bueno.

Recargué mi espalda contra la pared, disfrutando de la tranquilidad que ofrecía la luz tenue y el suave sonido del pizzicato que producía su violín. Apreté los labios con fuerza antes de unírmele, hacía al menos dos horas que nos habíamos disculpado uno con el otro que parecía eterno.  Tomé asiento a su lado, siendo lo más silenciosa que podía con el fin de no distraerle, adoraba el verle tocar, cuando cerraba los ojos y sólo era él, la música y los pensamientos que cruzaban su mente.

Como si sintiese mi presencia abrió los ojos uno a uno. Le miré un tanto malhumorada conmigo misma, si había algo que me encantase apreciar era un Noah completamente pasivo, cuando no decía nada y cerraba los ojos, era la mejor manera de apreciar algo bello — nunca, aunque me constase la vida, admitiría en voz alta que pienso el que es ello ¡ni de broma! —. Bajó de su hombro su violín y lo colocó sobre sus rodillas. Sus ojos azules de bebé me escrutaron un momento antes de tomar el estuche de la esquina del sofá.

— ¿Qué marca es tu violín? — pregunté, tratando de romper esos nervios que poco a poco comenzaban a convertir a mis nervios en gelatina.

— Franz Hoffmann — contestó al instante sin mirarme. Extendí el cuello, percatándome de cómo sus dedos colocaban todas las correas sobre el instrumento.

— ¿Cuánto tienes con él?

— Casi dos años, mi primer violín fue un Carlo Lamberti — indicó. Parpadeé ante aquellos nombres, no conocía sobre marcas de instrumentos pero por la manera en que lo decía sonaban increíblemente caros —. Aún lo tengo sólo que está en casa de mis padres.

La mención de sus padres llamó mi atención. Tammy me había contado historias sobre la familia de Noah desde su madre y hermana muerta hasta la relación que tenían los Wadlow con el padre de Emily — bueno, el donador de esperma, desde hace unos buenos días me planteé la idea —, sin embargo, a Noah nunca le había oído hacer mención de ellos, exceptuando, claro, el día que miré su monísimo tatuaje que escondía bajo la camiseta. Debía admitir que el pensar en ese diminuto dibujo a la altura de sus costillas me estremecía.

— ¿Estás bien? — le miré, sorprendida.

— Sí, ¿por qué?

— Me estás mirando mucho — sonrió, engreído —. Como si fuese comida y tú una chica muy hambrienta.

Reí nerviosa.

Con las manos en la masa, inquirió mi mente. 

A veces, solía ser demasiado cruel mi subconsciente y por ello de cuando en cuando imaginaba que tenía sobre mis hombros dos versiones de mí, una vestida con una adorable túnica de lino y una aureola en la cabeza simulando ser un ángel y en la otra esquina una versión más atrevida, disfrazada con un tutú color negro y un juego de leotardos y corsé rojos — demasiado sexy a mi pensar —, como detalle final sostenía un tridente con una mano y con la otra acariciaba seductoramente sus cuernitos que sobresalían de la coronilla de su cabeza. Una Audri buena y una Audri no tan buena.



#4928 en Novela romántica

En el texto hay: ballet, drama, amor

Editado: 03.09.2020

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