Tú eres mi rosa negra.
Tus pétalos son mi vida.
Tus espinas mis heridas.
—Porta.
Emily.
Dicen que Dios les da sus peores batallas a sus mejores guerreros, pero conmigo se había ensañado. Pues conmigo no libró una batalla… me lanzó a la guerra sin armas ni armadura.
Así con el corazón destrozado pocas semanas antes de navidad y después de mi ruptura por quinceava vez con mi exnovio, efectivamente quince veces ya. Me dirigí a la casa de Federico, mi mejor amigo.
Teníamos un trabajo en parejas, Camelia lo haría con Estela y yo con Kiko, como le decíamos de cariño, él me había dado la dirección de su apartamento y me dirigía para allá, estaba ubicado en todo el centro de la ciudad, en un alto edificio residencial, tan alto que parecía querer codearse con las nubes del centro de la ciudad. Aunque agradecida de que funcionase y no tener que subir por las escaleras, tomé el ascensor.
Concentrándome en escuchar la música que llegaba a través de mis audífonos, traté de envolver mi ansiedad. Las alturas eran para los valientes y yo no podía ni subirme a una noria sin marearme, y por supuesto, vomitar elegantemente en una bolsa de papel.
En poco tiempo subí hasta el piso veintiocho, su familia no debía saber lo que era el temor a las alturas, si habían elegido vivir en un lugar tan alto.
Yo le temía a cualquier cosa que fuese mínimamente peligrosa y evitaba los atroces actos que pudiesen lastimarme, una ñoña o una novia vainilla como me había llamado él, Dios, porque tenía que recordarlo cada momento de mi vida, con la carpeta golpeé mi frente y provoqué que mis anteojos de forma circular resbalasen de mi nariz.
Por suerte los atrapé en el aire y me los acomodé, ansiosa porque terminase pronto este día tan… mier, no yo no diría una palabra así. Tan horrible, sí, eso estaba mucho mejor, toqué el timbre y esperé por casi dos minutos hasta que al fin Federico se dignó a abrirme la puerta de su hogar.
—Buenas tardes —exclamé, con la voz arrastrada por el peso de un día sin tregua, dejándome caer en el primer sofá que encontré como quien se rinde ante su propia historia—. Con su permiso.
Federico apenas me miró y tiró la puerta para que se cerrase, caminó hasta estar al otro extremo de la sala, y se sentó en un sofá de terciopelo gris, su silueta fue envuelta por la cálida luz de una lámpara de pie. El apartamento olía a lavanda y madera ahumada en la chimenea de fondo, a nuestro alrededor flotaba una música baja que parecía no tener prisa.
—Cualquiera que te escuchara pensaría que eres una niña educada —dijo con una sonrisa ladeada. Su voz tenía esa mezcla de burla y ternura que solo él sabía conjugar.
—Soy bastante educada, Kiko. No empieces o me harás avergonzar…—pregunté, mirando alrededor—. ¿Dónde está tu familia?
La sala era ordenada y elegante, pero tenía esos toques de Federico: libros apilados en la esquina, una bufanda olvidada sobre la mesa, el leve murmullo de la ciudad entrando por los ventanales y la pollería D´Nando, justo a un lado del centro comercial Real Plaza.
—Aquí no —respondió—. Bien, empecemos. Tengo varias cosas que hacer hoy.
Nos sumergimos en el trabajo, cada uno frente a su laptop, el tecleo se mezclaba con la música de Don Tetto de fondo, su música favorita y también la mía. Durante casi dos horas no cruzamos más que frases técnicas.
Él se encargó de las diapositivas; yo corregía, leía, volvía a leer. La concentración era nuestro refugio. Cuando estuvo completo, lo imprimimos y encarpetamos. Todo estaba listo para nuestra presentación.
Con su característica elegancia, se levantó y el sonido de un corcho saliendo de la botella de vino cortó el aire. Dos copas, una para cada uno de nosotros. Más una bolsa que me lanzó, aterrizando con suavidad sobre mis piernas. Al abrirla descubrí que contenía galletas con chispas de chocolate. Mis favoritas.
Nos recostamos, más cómodos y relajados esta vez.
Comenzamos a comer y beber ese licor con un intenso olor a melocotón, afrutado o floral quizás, aunque en mi lengua era dulce y suave, dejando un extraño regusto acido en mi boca. Tan delicioso, que casi acababa mi copa, para cuando él volvió a hablar:
—¿Piensas volver con él si te lo pide de nuevo?
La copa quedó a medio camino de mi boca. Tragué rápido, como si la velocidad pudiera ocultar el temblor que nacía en mi pecho.
—¿De qué hablas? —respondí, tratando de sonar indiferente.
—Sabes a lo que me refiero, Emi. No eres tonta. Todo lo contrario, eres de las personas más inteligentes que conozco. Solo que… lo que tienes de lista, lo tienes de ingenua.
Sus palabras resonaban como un piano desafinado en una sala de silencio.
—¡No sabes de lo que estás hablando! —grité, la furia encendiendo mis mejillas. Empecé a recoger mis cosas con mis manos convulsas.
Pero entonces… él me detuvo.
El sofá cedió bajo su peso al acercarse. Me rodeó con ambos brazos. Y sus manos encontraron mi cabello, como quien ya conoce el camino sin buscarlo.
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tragicomedia, chiclayo en navidad, vino y algo más que amistad
Editado: 24.07.2025