Atlaea, parte 1.
Llovía. Llovía fuera y dentro de la estación de Atlaea, por estar al descubierto. Era una lluvia fina pero intensa, decidida, casi difuminada con la densidad del aire, por estar presentes unas nubes quizá demasiado bajas. La lluvia calaba los árboles, y las pequeñas gotas se deslizaban por las impermeables hojas de estos como si fueran una especie de soporte contra una caída estrepitosa. A fuera, el cielo estaba gris, casi negro, augurando tormenta. Y en el centro de esa aglomeración oscura de nubes rugientes, un rumor envolvía los alrededores una y otra vez, como un gruñido incesante, a punto de lanzarse contra su objetivo y de desatar una lluvia más fuerte, que vendría acompañada de rayos y truenos, que ya comenzaban a hacer presencia allá, en la lejanía, sobre las imponentes montañas. Como Eythera, Atlaea se encontraba rodeada por estas, pero quizá en un ambiente mucho más hostil y en una tierra menos fértil.
Nada más poner sus pies sobre el suelo de piedra de la estación, el hombre alto, calvo y barbudo más próximo a sus teletransportadores les hizo señas para que lo siguieran, y, conduciéndolas por el amplio pasillo de paredes de cristal, a través de las cuales se podía observar el exterior, les llevó hacia la puerta principal, donde un inmenso arco de piedra ornamentada se erguía en medio de la tierra arcillosa. Cualquiera podría haberlo confundido con un arco normal, de no ser porque entre los dos soportes una especie de cortina de agua caía de arriba a abajo.
-Bien empezamos.- susurró Vanesa, mirando a su alrededor y recogiendo su larga melena rubia en una especie de enlazado, con el fin de mojársela lo menos posible.- Esto parece la cordillera que hace frontera con Araisha.
Emma frunció el ceño, mientras que a Leyla le centellearon los ojos, como si de repente tuviera un foco de luz brillante delante que solo ella era capaz de ver. Madam Tina se volvió hacia ella al oir el comentario de la rubia, esbozando una de sus habituales sonrisas que alternaban entre lo egocéntrico y lo enigmático.
-Nada más lejos de la realidad, querida. En efecto, estamos cerca de la frontera, al otro lado del mar Seceo, delante de Las Montañas del Silencio.
Leyla abrió aún más los ojos al oír aquello.
-¿Las Montañas del Silencio? ¿De verdad?
La mujer se encogió de hombros.
-Bueno, aún queda un buen trecho hasta llegar a ellas pero, sí.
-Son la mayor protección de la escuela.- intervino el hombre, dejando entrever al hablar una dentadura no muy cuidada.- Por eso Atlaea se construyó aquí.- sonrió.- Ahora, por favor, seguidme a través del portal, nos llevará directos al gran vestíbulo de Atlaea. Allí os espera nuestra directora.
Madam Tina asintió, en señal de agradecimiento, y con ello las cuatro siguieron al hombre a través del arco, mientras se ponían las manos sobre la cabeza y se disponían a recibir toda una tromba de agua sobre estas.
Sin embargo, ni una de las gotas de la cortina del arco las empapó. Y así, mientras aterrizaron sobre el impecable suelo de mármol con la misma postura, el hombre de su derecha no pudo evitar reírse.
Con ello, las primeras horas de asentamiento pasaron rápidas, entre presentaciones y discursos de bienvenida, y pocas horas antes de la cena, ya se habían instalado en la que se había decidido que sería su habitación. De esa forma, para la hora de cenar, se podría decir que ya habían pasado los típicos rituales que se llevaban a cabo cuando se llegaba a un lugar completamente nuevo, y que, dependiendo de la persona, se pueden realizar o no de manera gustosa. En aquel momento, mientras Leyla y Vanesa terminaban de asentarse, Emma decidió dar un pequeño paseo por los pasillos de aquel castillo fantasmal y gris, sin intención alguna más que hacer tiempo hasta que llegase la hora de dirigirse al comedor, que a diferencia de Eythera, se encontraba en el primer piso, y era mucho más cerrado y pequeño, decorado con calabazas de todas las formas y colores y por plantas de ovaladas hojas amarillas. Por similar, estaba la comida, que no baja para nada el nivel respecto a Eythera, además de que en el postre servían unos bollitos rellenos de mermelada y crema que eran hechos por auténticos cocineros, y no por hechizos engañosos. Y bueno, hasta el momento, eso era un punto a favor para la escuela, pues bien se sabe que la comida es siempre un aspecto importante a tener en cuenta.
Como fuera, aún faltaba cerca de media hora para poner su presencia allí. Así que siguió caminado un poco, lentamente, con la actitud de quien está reflexionando profundamente sobre algo, aunque fuera solo en apariencia. El sonido de sus pasos hacía eco cada vez que posaba la planta de sus botas sobre aquel suelo de piedra, y se mezclaba con los translúcidos y blanquecinos rayos de luz que se colaban por las picudas ventanas, impidiendo una oscuridad completa. Una penumbra que anunciaba que la noche estaba comenzando a opacar todo el cielo, a hacer presencia. Y luego estaba el silencio, un silencio seguro y atronador que siempre acompañaba a Emma, hasta el punto de que casi parecía pertenecerla.
Al final de aquel vacío pasillo había una puerta, grande y de madera, con pequeños remates de hierro tratando de formar una especie de espirales. No parecía un aula, ni un dormitorio, y no tenía ningún cartel explicativo a su derecha para informar de su función. Y como tampoco le pareció una sala prohibida, surgió el impulso de introducirse en ella. El picaporte se movió con extremada facilidad, y poco a poco se fue abriendo, llamándola a su interior, dejando salir una luz amarillenta, propia de una sala encendida. Emma entró a través de ella, cerrándola tras de sí. El ambiente frío y hostil que parecía acompañar a toda la escuela desapareció de pronto, y en su lugar, una agradable sensación de calidez, provocada por un fuego que no llevaba mucho tiempo apagado, recorrió cada uno de sus pequeños huesos. Además, las grandes piedras que componían el suelo se sustituyeron por una tarima color caoba, bien cuidada y pulida, pese a algún rayón extendido más allá de las patas de una mesa amplia y llena de pergaminos que se situaba un poco más a la derecha del centro de la habitación, no muy grande. A su izquierda, perpendiculares a la pared que daba directamente con el exterior, se disponían tres grandes estanterías que se distanciaban unas de otras un metro y medio. Parecía una biblioteca, pero demasiado pequeña para poder ejercer como tal. Al final de la estancia había una gran chimenea de piedra blanca, tan pulida y bien cuidada como el suelo. La leña que en ella reposaba aún dejaba escapar algún que otro suspiro gris, y su forma irregular y descompuesta dejaba notar que había sido usada poco tiempo atrás. Además de la chimenea, había una butaca, una mesa redonda con un gran mantón morado y verde y un inmenso mapa colgado en la pared contigua. Emma caminó cautelosa sobre la tarima, con intención de no dañarla ni ensuciarla, por tan perfecta que parecía. Llegó junto al mapa, y a su lado reparó en algo que antes, a la distancia en la que se encontraba, no había reparado: una fotografía.