Dos días. Habían pasado dos días desde su llegada a Atlaea, pero, sin exagerar, habían parecido horas. Apenas habían tenido tiempo libre entre actividad y actividad, por lo que este pasó fugaz, e imperceptible. Sin embargo, la tercera mañana les deparaba algo un poco diferente, pues no se trataba de una actividad en su propia definición, si no que los alumnos de aquella escuela habían organizado una especie de pequeño mercadillo con extraños objetos que eran difíciles de encontrar, con rarezas nunca vistas, y con artilujios que ellos mismos habían elaborado. Aquella mañana, era uno de los pocos días del año en los que la escuela estaba abierta al público, por lo que era aprovechado también para realizar una jornada de puertas abiertas para los parientes de posibles futuros estudiantes. Por eso, aquella mañana, como es lógico, no había clase, y las tres chicas gozaban de un poco más de libertad, habiendo quedado con el trío de Atlaea para recorrer el mercadillo la noche anterior.
De esa forma, así se encontraban las seis personitas por los pasillos más anchos de aquel oscuro castillo, saludando de vez en cuando en las ocasiones que veían a alguien conocido. Caminaban despacio, con los ojos muy abiertos y curiosos, analizando cada uno de aquellos objetos que reposaban sobre las preparadas mesas, objetos de los que jamás habían sospechado su existencia. Bolas de cristal con dragones tallados en piedras, flautas doradas, cajas sorpresa moradas forradas de terciopelo, plumas de fénix, faisán y de pájaro Dodo. Canicas brillantes, duendes de madera parlantes, búhos disecados y ancas de rana encerradas en tarros. Botellas mensajeras de estilos de diferentes lugares, relojes de arena, libros de hechizos, atriles, túnicas, y raras escobas voladoras de colores, entre los objetos que supieron reconocer. Y otros muchos que no habían visto nunca.
Junto a los duendes de madera, entre una multitud de diferentes animales, Emma vio uno que le llamó la atención. No era nada especial, y posiblemente fuera el objeto más común de entre todos los que allí había, y el último que alguien pensaría comprar. Pero era bonito, y lindo, brillante a su manera. Y parecía, de entre todos los animales tallados, el más especial. Se trataba de un gato, creado a mano con la madera más oscura y negra que uno es capaz de encontrar, madera de Galiax. El árbol sin hojas, el llamado árbol muerto. Pero a Emma le gustaba, quería hacerlo suyo. Había alguien a quien, por alguna razón, le gustaría entregárselo.
-¿Cuánto cuesta?- preguntó.
-Doscientos escudrines.- respondió la alumna mayor de pelo largo que vigilaba todo el puesto. Emma no pudo evitar abrir un poco los ojos, sin duda era un precio mucho más alto del que había supuesto.- Está hecho de un material especial, es madera de Galiax, muy difícil de encontrar.- aseguró, al ver la sombra de duda en el rostro de Emma. Era caro, pero era asequible, y Emma se había encaprichado con él.
Sacó el dinero y se lo enntregó.
-Lo sé.- dijo, mientras recibía el pequeño gato envuelto en una bolsita de papel y una sonrisa bien ancha por parte de la chica.
-Bueno, pues añadiré que lleva una sorpresilla con él.- informó.- Pronto lo descubrirás, supongo.
Emma la miró sorprendida, pero acabó asintiendo.
-Muchas gracias.
-A ti.- restó importancia la chica, volviéndose para atender a otro cliente.
Leyla apoyó la cabeza sobre su hombro.
-¿Qué has comprado?- preguntó.
-Un detallito, me pareció muy mono.
Leyla lo miró con los ojos brillantes.
-¿Puedo verlo?
Emma negó.
-Ahora no, que me lo acaban de envolver. Luego te lo enseño.- respondió, frunciendo el ceño al ver el creciente puchero en la cara de la pelirroja.
-¿Por qué tardáis tanto?- preguntó Vanesa, que acababa de aparecer entre la multitud para buscarlas.
-Emma estaba comprando algo, pero no me lo ha querido enseñar...
Vanesa sonrió.
-Ya te lo enseñará en el cuarto. Yo también he comprado algo.- afirmó, mostrando un objeto redondo de bronce donde estaban talladas diferentes figuras.- Es una brújula. Siempre quise tener una.
-Es bonita.- opinó Emma, mirándola embelesada.
-Jo, yo también quiero tener algo.- protestó Leyla.- A ver si veo algo que me guste. Los dragones eran preciosos.
-Si te gustan bien, pero no compres por comprar.- dijo Emma, sonriente, aunque sabía que al final su amiga terminaría haciendo lo que quisiera.
Leyla sacudió la cabeza.
-Claro que sé eso.
-¿Venís o qué?- preguntó la chica castaña con gafas que, como Vanesa, aparecía entre la multitud.- Queremos enseñaros algo.
Las tres chicas asintieron, y no tardaron en seguir a Jine.
Siguieron así caminando a través de los diferentes puestecillos y de las largas mesas, dirigidas por el trío de Atlaea. Jine les había hablado de una bebida verde casera que realizaban siempre en ocasiones especiales, y que pese a su aspecto, tenía un sabor muy bueno. Lo llamaban mix de zumo, porque tenía más ingredientes de los que uno ha podido ver en una receta nunca. Pero poco antes de llegar hasta esa parte del mercadillo, donde entregaban pequeñas muestras como ofrenda de bienvenida, pasaron cerca de un tablón de duro corcho donde se exibían unos espejos muy extraños, del tamaño de un puño, y demasiado opacos y difuminados como para que se pudiese reflejar una imagen en ellos. Estaban decorados por un metal plateado, con un ligero brillo añil, como un hilo muy fino trazando formas no definidas. No parecían más extraños que los objetos al lado de los que habían estado caminando, pero sin embargo, cuando Emma, que se encontraba al final del grupo de seis, pasó delante suyo, aquellos extraños objetos comenzaron a vibrar, todos a la vez, empezando a emitir reflejos cada uno de un color, intermitentemente, como si se hubieran vuelto locos. Emma se apartó por acto reflejo, extrañada de que al pasar el resto de sus amigas ninguno se hubiera puesto a reaccionar de esa manera. El chico que estaba a cargo de ellos actuó rápido. Sacó de debajo del tablón un grueso mantón de cretona y cubrió con este a todos los espejos, que callaron inmediatamente, como si se hubiera pulsado un interruptor. Las presonas que se habían vuelto a observar que había pasado volvieron a lo que estaban haciendo, sin abandonar la costumbre de dejar escapar algún que otro comentario y de dirigirles miradas sospechosas.
Pero Emma todavía tenía el corazón latiéndole a cien por el susto y miraba a aquellos espejor escondidos como si estuvieran endemoniados. Embrujados.