Emma Robles. Una brecha entre mundos.

El campamento.

Pensando en mis vacaciones me di cuenta de que no tenía grandes planes para este verano. Se me ocurrió releer la saga besos de vampiro que tenía en mi biblioteca personal junto con muchas otras sagas de fantasía a las cuales había releído incontables veces. Amaba mi biblioteca, había sido mi regalo de cumpleaños de cuando cumplí catorce. Lo más interesante y cautivador de ella era que se hallaba camuflada como si fuera un ropero, pero al abrir sus puertas, podías encontrar sus estantes llenos de libros, de todos colores y tamaños. La amaba por completo ya que allí dentro se hallaba el secreto de mi felicidad, mis libros de romance y fantasía, aquellos cuyos diálogos releo una y otra vez, sonriendo de su picardía.

Otro de mis planes que se me había ocurrido para este verano era ir con mayor frecuencia a visitar a mi abuela al asilo de ancianos y llevarle sus flores favoritas, las margaritas. 

 

Me levanté de la cama y me dirigí al baño. Luego de cepillarme los dientes y lavarme la cara, me quedé observando mi rostro en el espejo. Lo hacía casi todas las mañanas. Quería ver cómo las personas me veían cuando hablaba, sonreía o hacía caras raras.

Aparejado a lo estético venía mi más grande problema: mi falta de autoestima. Siempre me he comparado con las estrellas de la televisión y sabía que estaba mal hacerlo, pero no podía evitar sentirme poca cosa al verlas.

Mi rostro era una mezcla de la forma de corazón y triangular. Mi cabello  rizado y castaño, de un largo que me llega hasta la mitad de la espalda, siempre lucía indomable. Hacía que mi ceño se frunciera de forma automática cada vez que miraba al espejo y me encontraba con un nuevo trabajo de control del volumen y del frizz. Tarea imposible. Odiaba mi estilo de cabello, me resultaba muy difícil de controlar y se resecaba demasiado.

Suspiré. Pensar en lo poco que me gusta mi cabello me traía recuerdos de Tobías. De cuando era pequeña y me quejaba del frizz. En ese entonces me ponía a llorar porque mi cabello no era tan bonito como el de otras muchachitas y él en respuesta me sonreía y se ponía a jugar con mis bucles, estirándolos y viendo cómo se retraían a su forma original. Ver su sonrisa hacía florecer la mía y sentirme un poquito especial. Era la persona que hacía que me sienta bien teniendo un cabello diferente.

“No llores. No llores” me recriminé ¿Qué estaba sucediendo conmigo? ¿Porqué me hallaba tan sentimental?

Negué con la cabeza antes de volver a observarme al espejo. Mi tez no era ni blanca ni morena, sino amarillenta, propia de la raza mestiza. Mis ojos eran grandes (salvo al sonreír, cuando se vuelven orientales) y  de un color marrón tan oscuro que, dependiendo de la distancia, lucían como si fueran negros. Mis pestañas eran bastante abundantes y largas. Mi boca no era ni demasiado grande, ni demasiado pequeña y tenía perfectamente marcados los contornos del corazón. Algo que tampoco me gustaba de mí era  mi nariz (había prometido operármela de grande), si bien varias personas me habían dicho que no lucía mal en mí, yo sabía que individualmente era horrenda, algo ancha (no demasiado), en el puente sobresale leventemente el hueso del tabique y la punta está ligeramente inclinada hacia abajo.

Algo de lo que estaba agradecida con mi genética (creo que la única cosa) era por mi altura, mido 170 cm y siempre me gustó ser un poquito alta. También soy bastante delgada, con caderas estrechas, pechos y busto pequeño, piernas largas y torso corto.

Mi concentración fue interrumpida al sentir que alguien golpeaba la puerta.

 

- ¿Quién anda ahí? -pregunte acercándome.

 

-Sal ya del baño, ¿Cuánto tiempo más tendré que esperar? ¿Te quedarás a vivir allí? -preguntó una voz, molesta y conocida, del otro lado de la puerta del baño.

 

Era el insoportable de mi hermano mayor, de 20 años, Diego. Este era el miembro más alto de la familia, medía unos 190 cm. Era delgado, de cintura estrecha y espalda ancha. Su cabello era corto, negro y lacio, y sus ojos, marrones. Tenía tez blanca, boca pequeña y nariz recta y perfecta, al igual que nuestra abuela paterna.

Su aspecto era muy distinto al mío y al de nuestros padres. Según mi familia, el color de su pelo era idéntico al de papá (cuando este lo tenía ya que ahora se encuentra calvo), su tez era la de mamá, el lacio de su pelo de nuestra abuela materna y la altura era producto del gigantismo de nuestras antiguas generaciones Europeas. Aunque siempre le expresé en voz alta (sólo para hacerlo amargar) que sospechaba que él había sido fruto de un período de distanciamiento de nuestros padres, al comienzo de su relación, en el cual el almacenero de la esquina se habría convertido en el consuelo de nuestra  bella madre.

A mi hermano le encantaba el color negro, el rock pesado, los videojuegos de terror o de  lucha y las convenciones de animé, medievales o de ciencia ficción. Tenía un grupo reducido de amigos con los que salían para todas partes y gracias al cual se hizo de una novia (era la prima de uno de ellos).

Diego era insoportable, terco, egoísta, extremadamente protector y lo adoraba más que a nada en el mundo. Pero jamás lo sabría.

Frente a las demás personas se mostraba reservado y tosco, a excepción de aquellas con las que compartía cosas afines. Con estas últimas se mostraba divertido, extrovertido y bondadoso.




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