Por favor, sácamelas de la cabeza. No aguanto más, tienen que parar. Que alguien me ayude. Diles que me dejen vivir. Yo no quería hacerlo, nunca he querido hacerlo. Pero ellas no paran de gritarme todas esas cosas. ¡Diles que se callen!
Nadie sabe lo que es vivir con unas voces en la cabeza que no te dejan ni dormir. Te acompañan día y noche, son tu único y fiel amigo. Pero un amigo que quizás, en vez de
ayudarte, te ponga las cosas más difíciles cada día. Yo nací con ellas, siempre me han acompañado, pero cuando intento recordar un momento en el que me hayan servido de algo, sólo recuerdo dolor. Un dolor de ese del que no se va, porque no eras tú, eran ellas las que actuaban en tu nombre. Eran ellas las que me hicieron hacer todas esas cosas de las que no paro de arrepentirme una y otra vez. Pero claro, eso la gente no lo sabe: las voces están escondidas en mi cabeza, no en las suyas. La gente me juzga, la gente me grita, me insulta, la gente no me acepta tal y como soy, porque… ¿qué soy en realidad?
Pues soy un chaval de 19 años. Sí, eso soy. Pero claro, no un chaval de 19 años cualquiera, de esos que van al instituto, tienen un millón de amigos en Instagram que luego a la cara ni te saludan. De esos que quedan con una tía cada día o que salen de fiesta a emborracharse todos
los fines de semana creyendo que, por ser jóvenes, pueden beberse hasta el agua de los floreros sin tener un serio problema con el alcohol. No, yo no soy de esos. Yo tengo sólo un amigo, Fredy. Pero ese amigo vale oro, ya quisieran ellos que alguien se hubiera preocupado por sus vidas como lo hace Fredy por mí. En verdad no es mi amigo, es como un hermano. Nacimos en el mismo hospital, el mismo día a la misma hora. ¿Demasiada casualidad? Puede que lo sea. Desde ese momento hasta ahora hemos sido inseparables. Él me ayudaba cuando esos niños se reían de mí en el recreo. También lo hizo cuando mi padre me pegó la primera paliza. Estuvo a mi lado cuando mi madre murió, a golpes, a manos del mismo hombre que me hacía sentir que no valía ni para ser un buen hijo. Estuvo cuando esa chica me dijo que era un bicho raro y que nunca en su vida saldría ni a la esquina con alguien como yo. Y estuvo cuando me mudé a casa de mi tía. En fin, ahí estuvo siempre Fredy. Y sigue estando.
¿Por dónde iba?.. Ah, ya. Mi madre. Mi madre era maravillosa, una de esas personas que parecen un ángel caído del cielo… hasta que se convirtió realmente en un ángel. Siempre con esa sonrisa de oreja a oreja que nos hacía felices a todos con sólo mirarla, que iluminaba hasta los rostros más oscuros. Todos, menos el de mi padre. Ese rostro no era oscuro, era un infierno. Él era el único que hacía que esa sonrisa se borrara… a base de golpes, gritos, humillaciones, insultos, y tantas cosas que ni siquiera tienen nombre. Mi madre, que siempre había sido una defensora de los animales, de la naturaleza y del propio ser humano. Que defendía a capa y espada cualquier humillación, se unía a cualquier manifestación, como
aquella del 8M en la que muchísimas mujeres pedían IGUALDAD y otras… otras lo que querían era ser las dueñas del mundo. Mi madre convenció a sus amigas para irse de vacaciones a Barcelona. Siempre habían querido conocer ese edificio con torres que dicen que algún día acabarán de construir, pero que todos sabemos que no es así. Yo no se qué tenía La Sagrada Familia, pero la realidad es que estaban todas obsesionadas con verla de cerca. Puede que sea porque les encantaba la arquitectura, de hecho se conocieron mientras hacían la carrera. Esa noche fueron a cenar a un restaurante que estaba en Las Ramblas. Entonces fue cuando apreció un grupo de amigos entre los que resaltaba uno, más guapo, más alto… y más chulo que todos los demás. Mi madre pasó de conocer Barcelona, a conocer al demonio en persona.
Cuando 2 años después se casaron, embarazados, aún parecía que su historia era la más bonita que nadie había vivido nunca. La pareja perfecta. Nadie sospechó nunca que ese rey, un día aplastaría él mismo la corona. Poco a poco fue haciendo que mi madre dejara de hacer todas las cosas que le gustaban, y llegaron los ataques psicológicos: no salgas con tus amigas, no te pongas esa ropa, para que estudias si eso no sirve para nada, a mí no me digas lo que tengo que hacer, no vales para nada, levanta el culo de ahí que no haces nada en todo el día… Y sí, el ataque psicológico puede que sea mucho peor que el físico. Y entonces llegué yo. Al principio fui un bebé muy deseado. Sobretodo para mi padre, que decía y repetía que él quería
un varón. Me daba todos los caprichos que podría tener un niño, me vestía como una miniversión suya, me regalaba coches y balones (por supuesto nunca me regaló muñecas, eso era de mariquitas) y me llevaba al colegio en su coche descapotable última generación. Sí, señores, éramos una familia con dinero, de aquellas que pueden comprar todo lo que quieran, o al menos eso es lo que creía la gente. Pero un día llegó la primera hostia. A partir de ese día me di cuenta de que había dos cosas que no se podían comprar: la felicidad y la libertad.Entonces llegó un golpe, y otro golpe, y otro más. Mi casa parecía una batalla campal, pero aquí había un único líder, y ese no era yo. Cuando tenía miedo me iba a pasear con Fredy. Él era el único que me ayudaba a olvidarme de los problemas, y era con el único con el que podía acercarme un poquito a la felicidad. Nuestra vida continuaba siempre a base de caídas, hasta
que un día, mi madre no se levantó más. Se cansó de luchar, se cansó de levantarse sabiendo que se iba a volver a caer o… más bien… que la iban a volver a tirar. Cuando llegué del colegio mi padre estaba tumbado en el sofá, tomándose una cerveza y viendo la tele. Mi madre estaba
tirada en el suelo. Yo llamé a Fredy y él llamó a la ambulancia, pero ya no había nada que hacer. El ángel se había ido al cielo, y el demonio a la cárcel.
Mi tía siempre había estado en nuestras vidas, apoyándonos en la batalla. Pero al fin y al cabo la batalla se lucha desde dentro y mi tía no se enteraba ni de la mitad de las discusiones. Desde el principio fue la única que se dio cuenta de que mi padre no era la persona que aparentaba ser e intentó por todos los medios y sin éxito que mi madre le dejara. Aunque lo intentó, no pudo evitar toda la avalancha que vino después. Cuando mi madre se fue, mi tía me acogió como si fuera su hijo. Ella no había podido tener los suyos, por lo que le hacía especial ilusión
encargarse de mí. Mi tía era como mi madre, igual de risueña. Pero no estudió arquitectura, estudió enfermería. Me trató mejor de lo que nadie me podría haber tratado nunca. Ella me quería… y aún me quiere, es la única que lo sigue haciendo a pesar de todo.