La luz de la mañana cubre mi rostro, froto mis ojos antes de abrirlos y cuando logro hacerlo, me encuentro a un Nicolás dibujando sobre un sketchbook. Esta tan concentrado que no deja de mover el lápiz, no se ha percatado de que he despertado, por lo que me quedo contemplándolo, soltando suspiros porque ya estoy perdidamente enamorada de él, y no es que no lo haya estado antes, sino que esta vez se siente de una manera diferente.
Después de lo de anoche, dudo mucho que pueda sacarlo de mi piel, de mi corazón. No podré amar a nadie más que no sea él, mi único amor a quién deseo tenerlo atado a mi hasta el último día de mi vida.
Nuestras miradas se cruzan. Él deja de dibujar cerrando su sketchbook para luego hacer una señal de que me acerque más. Sin dudar, me incorporo aun desnuda y me acomodo sobre su entrepierna. El simple tacto me eriza la piel y no puedo contener en unir mi boca con la suya.
Nicolás detiene el beso.
— ¿Qué has estado dibujando que te tenía tan pensativo?
—Algo.
—Dime o mejor, muéstramelo.
—No está terminada. —aparta a un lado mis cabellos y deja un beso húmedo sobre mi cuello—Mejor comencemos el cuarto round.
Muerdo un poco mi labio inferior. ¡Dios! Es inevitable no sentir deseos por este hombre que no solo me tiene loca de amor, sino que me excita tanto que temo volverme una adicta a él.
—Dime que me amas… —murmura sin dejar de repartir besos en mi clavícula— Necesito oírlo.
— ¿Por qué?
—No lo he escuchado durante diez años.
—Lo oirás a partir de ahora hasta que seamos unos ancianos.
— ¿Es una promesa?
—No. —lo miro fijamente, perdiéndome en sus ojos de color zafiro— Es un maldito juramento.
Me lanzó contra su boca, mi lengua toca la suya y nos hundimos en un beso pasional que moja mi parte íntima. No lo pienso mucho, levanto un poco la pelvis y dejo que su miembro se introduzca dentro de mí. Comienzo por moverme de arriba hacia abajo mientras que él no deja de apretar mis pechos con sus manos. Apego mi frente con la suya soltando gemidos desesperados que me humedecen más, y es que sus jadeos contra mi piel son cosa de otro mundo.
—Me encantas, Ángela. —susurra cerca de mi oído dándole una leve mordida a mi lóbulo.
Es imposible dejar de balancear mis caderas, que Nicolás apriete mis glúteos me prende más. Jamás pensé que tendría todo este tipo de sensaciones con él, esos que te encienden, que te hacen desconocerte porque si fuera por mí me quedaría en su cama para hacerle el amor hasta quedarme sin aliento. El orgasmo se avecina, saboreo sus labios antes de sentir el escape de su eyaculación.
Me quedo pegada a su cuerpo, controlando mi respiración agitada. Mis dedos se hunden en sus cabellos color azabache ligeramente húmedos debido al sudor mientras que él se aferra más olfateando los míos.
—Es mi aroma favorito. —me dice y es difícil no besar la punta de su nariz— Siempre hueles a lavanda.
—Es mi colonia preferida.
—Lo sé, por eso te traje muchas de Alemania.
— ¿En serio? —me brilla el rostro— Quiero verlos.
—Primero a desayunar. —le doy un beso y me muevo a un lado— Pero antes debo llevar a lavar esa sábana.
—No lo veo sucio.
— ¿No te has dado cuenta?
— ¿De qué?
Nicolás alza un poco su cubrecama y es así como me percato de la enorme mancha color carmesí. Mis mejillas se ponen súper rojas, quisiera meter mi cabeza en una bolsa. Si es que en algún momento dudo de mi virginidad (No creo), pues este era la señal de que me entregué pura a él.
—Lo siento. —digo ocultando mi rostro con la palma de mis manos— Dame un segundo para ir a lavarlo.
— ¿Por qué te avergüenzas? —él vuelve a rodearme con sus brazos, su calidez me tranquiliza— No tienes por qué hacerlo. Es bonito saber que somos esa “Primera vez” de cada uno.
—Si, pero a ti no te sangra el pito. —digo en tono serio, no puede evitar reírse— No es nada gracioso.
—Eres tonta.
—Tú eres el tonto.
Él me besa y desearía poder perderme entre esos labios carnosos una vez más, sin embargo, no tengo idea de qué hora es y creo que no debe ser nada temprano. Me alejo de este antes de que vuelva a enredarme en su cama.
— ¿Dónde está mi celular? —pregunto al colocarme mi bata— ¿Qué hora es?
—Las diez en punto. —agrando los ojos— ¿Qué pasa?
—Mi padre… —frunzo el ceño— ¿Mi bendito aparato no ha sonado para nada?
—No lo sé. Está apagado.
— ¡¿Apagado?!
—La batería se gasta, Angie. —él retira las sábanas y los deja en una cesta. Me sigo sintiendo apenada por la embarrada— Dudo que tu padre no sepa en dónde estás ahora.
—Si, lo más probable es que los tres ya estén sospechando que estoy contigo. —doy un suspiro— No quiero ni pensar en la tremenda gritadera que voy a ganarme.
—Yo estoy aquí. —ya se ha colocado su bata. Entrelaza sus dedos con los míos y me guía hacia su sala— No voy a dejar que nadie te lastime, así que te pido de que ya no hablemos más de ellos. ¿Qué te gustaría comer, preciosa?
— ¿Vas a cocinarme? —asiente con una enorme sonrisa— ¿Qué tienes en mente?
— ¿Qué se te antoja?
—Pues quisiera un… —recuerdo de algo muy importante— ¡Una bendita pastilla del día siguiente!
— ¿Cómo? —se queda pensativo— Eso no está en mi menú.
—Nicolás.
—Está bien. —entra a su cocina— Saliendo del departamento te lo compro ¿Sí?
Asiento aliviada.
Por andar de calenturientos, ninguno de nosotros pensó en protegernos. No es que no quisiera tener un hijo de él porque amaría concebir uno, pero aun somos muy jóvenes. Encima salir embarazados en medio de esta guerra con mi hermanastra, su madre y la de él no sería lo adecuado.
—Desearía ser yo quien te preparara el desayuno. —alzo un poco la voz para que me escuche.
—Deja que te engría, por favor.