En Blanco

CAPÍTULO III: DESNUDEZ DEL ARTE.

La vida miraba desde lo alto de un edificio, la ciudad oscura, ciudad que era dominada por los miedos de sus habitantes, por el odio y el resentimiento que tenían en sus corazones, corazones que habían dejado de latir hace mucho tiempo, llevándose con esta toda esperanza de ser felices.

La vida caminaba por las oscuras calles de la ciudad, los gritos de mujeres y niños decoraban su andar, la sangre derramada en el sucio suelo decoraban sus pies descalzos. En cada paso que daba, la vida dejaba una huella de sangre, sangre de los condenados a vivir. Vivir, la vida seguía caminando en busca de su gran amiga, que había desaparecido hace años, trayendo consigo dolor y angustia. La vida se encontraba cansada, triste, y con odio, por estar buscando toda su vida, vida...

Vida.

Vida.

Vida.

—Vida, dame un beso y permíteme ser feliz, aunque no sea contigo, se lo pediría a la muerte, pero no quiere ser mi amigo, tal vez se obsesionó conmigo, por eso la bala no sale cuando presionó el gatillo. Vida, vida, vida... desaparece esta soledad que no aguanto más y la muerte no me quiere quitar, tal vez estoy pidiendo mal y le tengo que rogar a alguien más, a dios, al diablo, o al destino, a la suerte. Que nunca va conmigo. O debo hacer un pacto con ese demonio que se presenta como felicidad y me promete ser feliz en esta sucia ciudad... —Sentada en el sucio suelo de la calle con un corto, pero llamativo vestido rosado, toca la guitarra mientras canta una de las canciones que había escrito pensando en él. Su hermosa voz cautiva a niños, jóvenes y adultos que al verla pasar le suplican que les cante una canción para así darle un mínimo sentido a sus vidas. Querida por todos, amada por muchos, ella solo quería una cosa...

Que fuera real...

La vida quedó maravillada con la voz de la mujer, pero siguió su búsqueda prometiéndole volver a presenciar su acto. El viento guiaba a la vida en su búsqueda; la vida, aunque se encontraba cansada, seguía caminando mientras observaba cada rincón de la ciudad oscura. Ciudad que fue iluminada por una tenue luz que era consumida por los carroñeros que se escondían en las sombras, buscando un poco de calor, aunque este fuera falso... Falso como la sensación que Sora sentía al esnifar aquel polvo.

No paso mucho tiempo para que la vida se encontrara de nuevo con aquella mujer, Viendo la vida frente a ella sonrió al apretar el gatillo, pero una vez más la pistola se encasquilló. —Es la quinta vez hoy. —le dijo a la vida suplicándole con su mirada que la dejara morir.

La vida arrancó en llanto al ver a la mujer que al igual que ella había sido abandonada por su amiga. Abrazándola, le pedía perdón, mientras le preguntaba quién le había puesto la horrible maldición, quién le había hecho tanto mal, quién le había dado la inmortalidad, aquellos ojos que solo anhelaban la muerte.

Alejándose de la vida, fue a tomar su guitarra, sentándose en el suelo, comenzó a cantar —Sé que esta vida es una mierda y yo solo quiero volar, pero es la quinta vez que mis alas se parten con el viento que no me deja avanzar. Quiero avanzar y salir de esta mierda, la verdad es que no doy para más, déjame en el suelo un segundo, que se vuelven minutos, en cinco años lo volveré a intentar. Quiero ser feliz, no sé cómo lo haré. Le pedí un consejo al demonio de mi cuarto, pero se suicidó otra vez. Corro en este laberinto sin salida, mientras lucho por mi vida contra un monstruo que me intenta asesinar. De solo un golpe lo acabo, eso me da felicidad, mi mano comienza a sangrar por mi reflejo que lo acabo de matar... —Una canción sin terminar, una historia que comenzaba y un sentimiento que acabaría, la vida se marchó dejando aquella mujer herida.

La vida se durmió en el regazo de Sora, su amiga, la muerte, miraba desde la distancia con celos, y la oscuridad de la ciudad se transformó en envidia. La felicidad se hizo presente y con esta, los funerales se hicieron comunes, mientras miraba aquel ataúd de cristal presenciaba cómo su condena comenzaba.

Subiendo las escaleras al último piso, el miedo se apoderaba de él, el dolor en su pecho se hacía más fuerte y la felicidad de poder escuchar de nuevo su voz le encantaba. Abriendo la puerta que daba a la terraza, respiró aliviado al verla bailar. Su corto cabello negro con puntas rojas se movía con el pasar del viento. Su falda se levantaba con cada giro que daba, dejando al descubierto su ropa interior negra.

Al verlo, sonrió. Tomando su mano, preguntó —¿Sabes bailar? —A lo que él respondió negando con la cabeza—. Te enseñaré —dijo colocando las manos de Sora en su cadera. Posicionando sus manos alrededor del cuello de Sora, comenzó a moverse; su sonrisa hacía latir su corazón cada vez más rápido. Sin saber qué hacer, Sora miraba los pies de aquella mujer mientras intentaba imitar sus movimientos—. ¿Tienes algún fetiche con los pies? —preguntó en tono de burla—. No mires mis pies, mira mis ojos y déjate llevar. —Mirando esos ojos cafés, comenzó a moverse al ritmo de la canción que tarareaba ella con su suave voz.

El timbre sonó, indicando que tenían que volver a sus salones. Ella no se apartaba de él, y él no quería que ella se apartara; bailando unos minutos más, los cuales se hicieron una eternidad para los dos. Mirándola alejarse unos centímetros, él veía cómo ella hacía una reverencia mientras lo miraba, a lo que él hizo lo mismo sin apartar su mirada de sus ojos. Viéndola marcharse sin decir una sola palabra, esperaba volver a verla.

Al darme cuenta estaba en el salón, pensando en aquella mujer; El profesor hablaba sin parar, mientras él miraba por la ventana esperando que terminaran las clases. Al enterarse de que estaba solo en el salón, todos habían desaparecido sin dejar rastro alguno. Levantándose del asiento, caminó hacia la puerta, al otro lado de esta estaba parada aquella mujer que, al verlo salir, sonrió desapareciendo frente a sus ojos.

Sentado en el comedor de su casa, mira a su familia comer en silencio, mientras se pregunta qué está haciendo ella.



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En el texto hay: amor, psicologia, adición

Editado: 17.02.2025

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