En la oscuridad de la nada se hizo la luz, la cual hizo aparecer a los primeros humanos. Con estos vino la vida, y con esta llegó la muerte, la cual trajo consigo un más allá. Los dioses nacieron después, trayendo consigo a los creyentes y no creyentes. La bondad surgió con la maldad, lo bueno y lo malo, permitiendo que la nada ya no fuera ella, sino que fuera algo, algo que era nada, pero a su vez era todo sin dejar de ser nada.
—¿Por qué tengo que estar solo? —me pregunté, sabiendo lo patético que me había vuelto—. ¿Qué me pasa? —me cuestioné, volteando a ver las dos mujeres que pasaban corriendo. Quería ir detrás de ellas, pero mi cuerpo no quiso responder por más que intentaba moverme. A mi alrededor pasaban personas ignorando mi existencia; daba igual en qué parte del mundo me encontrara, todo me parecía igual. Todos intentaban ignorar sus problemas o sufrimientos, autos iban y venían a gran velocidad, pobreza, robos, violaciones; todo seguía siendo la misma basura en diferente lugar.
Mi cuerpo se empezó a mover por inercia; quería alejarme de todas las personas a mi alrededor. Las máscaras que llevaban poco a poco se estaban desquebrajando ante mi presencia. Di tres pasos, llegando a una iglesia. Algo me invitaba a entrar; al cruzar la puerta, todos me voltearon a mirar con una de sus caras. Era un lugar lúgubre; un poco de luz entraba por el ventanal, iluminando el atril donde se encontraba la biblia. En las paredes había colgados cuadros y esculturas de los dioses, y al frente de todos colgaba una imagen de la deidad a la que le pertenecían sus almas... La misa había comenzado. Me dirigí a un lugar en la parte de atrás. Las personas que se encontraban sentadas se levantaron, dejándome solo en aquel asiento. Los ignoré, acomodándome para escuchar al cura.
—Dioses, pido perdón por todos los que están aquí sentados y han pecado. Sé que muchos rezan pidiéndoles algo, como si ustedes nos debieran, pero no es así. Nuestras vidas están en sus manos, perdónenos por todo el mal ocasionado. Nos dieron la libertad de tomar decisiones y nosotros hacemos el mal. Perdónenos...
—¿Todo lo que pasa es por nuestra culpa o solo son acciones para divertir a algo más grande que nosotros? —me cuestioné, sintiendo que algo faltaba en mi pensamiento.
El llanto de un par de bebés se escuchó, haciéndome doler la cabeza. Las estatuas empezaron a sangrar ante el asombro de todos los presentes. —¡Nuestro dios está aquí para perdonar nuestros pecados! —gritó el cura, levantando la biblia ante los ojos de todos. Un disparo resonó en el lugar, dejando todo en silencio.
Respiré, intentando entender lo sucedido... Espera, ¿desde cuándo puedo llorar? —me pregunté, sintiendo algo extraño.
Las personas se levantaron, volteando a mirarme, apuntándome con su dedo acusatorio, y comenzaron a gritar.
—Ámense los unos a los otros —dijo el cura, empezando a quitarse el hábito. Todos comenzaron a desvestirse, quedando completamente desnudos—. Ámense —gritó el cura, provocando que todos empezaran a abrazarse.
Las puertas de la iglesia se cerraron, haciendo un gran estruendo. Pequeños saltos se escucharon con un tarareo suave. Podía reconocer aquella canción que no quería sacar de mi mente, pero había olvidado hasta el momento y no comprendía el porqué.
—¿Ya sabes por qué llorabas? —preguntó.
—No. ¿Sabes? Desde el momento que te vi supe que te iba a matar —dije, sonriendo.
—Es algo raro para decirle a una niña, sí que eres raro —respondió con su cálida voz.
Volteé a mirarla al tenerla a mi lado. Tenía aquel uniforme de colegiala, su cabello recogido y un labial rojo en los labios. Sus pestañas eran más largas de lo que lograba recordar. En su mano derecha llevaba el paraguas que le había dado, y en la otra, un símbolo raro.
—¿Me extrañaste? —preguntó con una gran sonrisa.
—No me acordaba de tu existencia —respondí, mientras intentaba acordarme de su nombre.
—Da igual qué pase, sigues siendo igual de extraño —dijo, empezando a reír efusivamente—. ¿Todavía no te acuerdas de mi nombre? —preguntó con sus ojos dilatados. Su carcajada era cada vez más grande. Las estatuas no paraban de sangrar. Las personas comenzaron a besarse y un silencio se hizo presente.
—¿Cuál es tu nombre? —pregunté, a lo que ella me miró desencajando la mandíbula de un solo movimiento.
—Soy Hagne, el amor de tu vida —exclamó seriamente.
—Lo dudo, solo nos hemos visto una vez...
—No —dijo, interrumpiéndome—. Da igual cuántas veces se reinicie el ciclo o a quién los dioses agreguen a tu vida, tú y yo siempre terminamos juntos. Este paraguas es la prueba de nuestro amor; a la única que se lo ofreces es a mí, solo a mí. Da igual quién llegue a tu vida, el paraguas siempre termina conmigo.
Mi cabeza se llenó de murmullos, todo mi cuerpo se erizó gritándome que huyera. Mi corazón se aceleraba; sentía miles de miradas penetrando mi cuerpo. Odio, amor, rencor, eran los sentimientos que transmitía su presencia. Aplaudió una vez, dándome tranquilidad, una tranquilidad rara que no había experimentado antes. Tomando mis manos, miró fijamente a mis ojos. —Tú y yo estaremos siempre juntos —dijo, aplaudiendo una vez más. Las personas que estaban a nuestro alrededor empezaron a explotar, haciendo una lluvia de sangre y vísceras. Hagne sacaba la lengua mientras dábamos vueltas por toda la iglesia. Soltándome, comenzó a saltar en los intestinos que caían del cielo, con una gran risa.
Gran parte de las estatuas, que me habían estado viendo desde que entré, apartaron sus miradas de nosotros, a excepción de cuatro. Tres de estas miraban a la niña con perversidad, disfrutando con grandes sonrisas el muñeco de nieve que realizaba con partes de los cadáveres. La otra me miraba con compasión y lástima. No podía dejar de ver a Hagne mientras me preguntaba si ella generaba repulsión a los dioses o si estos le temían.
—¿No piensas jugar conmigo? —me preguntó, a lo cual me negué con la cabeza—. No seas amargado —dijo, insistiéndome. Al ver mi poco interés, se tiró al suelo gritando y zapateando mientras pedía que jugara con ella. Yo seguía ignorándola, mientras me preguntaba el motivo de todo esto. Desde un lugar se escuchó una alarma que la hizo callarse; aquella alarma era la de mi teléfono, que sonaba con la voz de esa mujer.
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Editado: 08.02.2025