Avancé por la orilla del camino hasta que el murmullo del agua se volvió un canto continuo. El arroyo helado se extendía ante mí como un espejo quebrado, reflejando un cielo plomizo que amenazaba lluvia. Al apoyar el pie en la piedra deslizante, sentí el frío calar hasta el tuétano: era la primera sacudida de pertenencia, el bautismo al que mi sangre, casi olvidada, me reclamaba. El curso del río parecía un hilo antiguo trazado por mis ancestros, un cordel subterráneo que unía mi nombre al pueblo donde mi familia había nacido. Cada gota rozaba mi piel con un escalofrío de bienvenida y advertencia: nacer de nuevo duele, pero sin ese dolor no hay retorno posible.
Me detuve un momento, contemplando el vaho que escapaba de mis labios, dibujando nubes efímeras sobre la corriente. Entonces los vi: dos seres diminutos, gemelos, sentados en la hierba húmeda como si aquel rincón no pudiera retener la humedad de su presencia. No eran niños humanos, sino criaturas a medio camino entre la inocencia y lo salvaje. Una vaca los inclinaba sobre sus ubres, y ellos mamaban sin prisa, entregados al sustento puro del alma. La escena era tan improbable que casi creía soñar, pero el rumor de la tierra y el rumor de la corriente me confirmaban la realidad.
Al acercarme, la vaca alzó el hocico y me olfateó con ojos limpios, sin sospecha ni temor. El ordeño natural de aquellos gemelos era la imagen primigenia de la familia: aquel vínculo que me hablaba de un tiempo anterior al dolor, anterior a la pérdida. Sus pieles recién nacidas brillaban con la luz mortecina del amanecer, y en ellas reconocí el reflejo de mis progenitores, de mi infancia interrumpida.
Los gemelos, con mejillas sonrosadas, me miraron por primera vez. A pesar de la extrañeza de su naturaleza, había en sus ojos un calor antiguo, un palpitar compartido con mi propia sangre. Uno de ellos, sin soltar el pezón materno, alargó el brazo y rozó mi mano, como señalando que el bautismo no sólo era aquel vendaval de agua fría, sino también esta caricia de reconocimiento. Este gesto me hizo pertenecer a algo más grande, nacer de nuevo en la historia de mi familia.
La vaca se levantó y sacudió el lomo, echando a volar pequeños insectos en dirección al aliento del río. Los gemelos se incorporaron, tambaleantes, y se cubrieron con un manto improvisado de hierbas. Fue un instante suspendido, sin tiempo ni espacio, donde lo efímero y lo eterno convergían. Percibí el eco de risas infantiles que ya no escucharía en el mundo que había dejado atrás, pero que ahora resonaban en mi pecho.
Me sentí ligero, como si hubiera soltado el peso de la muerte en el lecho del río. Los gemelos volvieron a su posición junto a la vaca, y la corriente siguió su curso sin perturbarse.
La superficie del agua de repente empezó a agitarse y ante mis ojos salió un río hecho carne con sus cabellos plateados.
- ¿Por qué te vas? ¿Ya estás fatigado? - Me preguntó aquella figura.
Contuve la respiración, esta figura ha bañado a todos los ancestros de mi familia. Con miedo respondí.
-Huyo de mis memorias, de mí mismo. - Contesté.
- Yo he estado siempre con tu familia, he bañado en mis aguas cada generación de tú familia. El nacimiento y la pérdida forman parte de lo mismo, sin la muerte no entenderías el milagro de tu familia - Dijo el río.
-Tengo miedo a la soledad, ahora y después de la muerte. - Le dije.
- Al igual que alguien te moldea antes de nacer, alguien te sostendrá más allá de la muerte. En tus carnes vive tu familia y en el dolor esta se hace más presente. – Contestó el río.
Esta batalla interior empezó a clarearse. Sentía que el agua fría del río calmaba el ardor de mi sangre. Di un paso hacia el sendero empedrado que conducía al pueblo, con el corazón estrujado por un nacimiento que no había sido solo de ellos, sino mío también.
Ahora al fin, me aferraba a algo tangible: la esencia de mi familia, brotando de aquel río, de aquellos gemelos, de aquella vaca.