Bastante lejos de Barkistán y del bosque, se hallaba la gran ciudad de Ulán Shang Kov, la capital del reino.
Este lugar era considerado el corazón de la cultura de Moskova y resultaba atractiva por lo singular que se veía para la gente de otras naciones, ya que en ella había una gran diversidad de estilos arquitectónicos, algunos de los cuales a simple vista parecían no tener nada en común. Este extremo contraste de estéticas podía resultar para algunos ojos algo hermoso, pero para otros podría ser hasta grotesco.
En el centro de esta milenaria población, rodeado por grandes mercados, se encontraba el enorme Kremlin de muros terracota que resguardaba al imponente palacio real y algunas otras construcciones como templos de simpáticos colores y residencias para los alocados miembros de la corte. Con respecto al palacio, éste tenía un estilo extravagante que combinaba de una forma bastante ingeniosa el gótico y el bizantino. Por fuera esbelto, oscuro y puntiagudo. Por dentro rebosante de colores brillantes, de adornos y murales de mosaico.
Los anchos muros y las puntiagudas torres del palacio vibraron ante un estruendoso grito de ira que despertó a casi todos los glamourosos y estrafalarios personajes que residían en el Kremlin. Éste provenía de la habitación que se hallaba junto a la sala del trono.
―¡Se supone que debían haberlos atrapado esos pedazos de inútiles! ¡¿Por qué ya no se le puede pedir nada a nadie?! ¡Por el amor de Dios y todos los santos! ―gritó el Zar Ivar en un tono quejumbroso, mientras abría violentamente la pesada puerta de madera para entrar a la opulenta sala del trono.
Al escucharlo, los guardias reales y sirvientes que estaban haciendo orden en la sala se pusieron en fila a los lados del pasillo, con expresión temerosa.
Este emperador era un personaje al que cualquiera le produciría temor. Se trataba de un hombre alto y grande, con largas barbas y cabello negro. Sus ojos eran de una apariencia bastante extraña, pues poseían un color ámbar brillante pero con un brillo vidrioso, muy similar al de los ojos de los animales salvajes en la oscuridad. Su mirada era amenazante, tanto que se decía que era capaz de hacer llorar a un niño con tan solo mirarlo fijamente.
Caminaba con un paso tosco, arrastrando la amplia túnica dorada con bordados elaborados y piedras preciosas. Un elemento que destacaba bastante de su atuendo era la gran corona, que era la misma que habían usado todos los príncipes del país desde hace tiempos inmemoriables. Esta era un tocado dorado semicircular, dividido en varias secciones con relieve, lo que le daba una forma similar a los rayos del sol. En adición, en su frente poseía la figura de un águila dorada con tres cabezas y un blasón formado por una gran esmeralda.
El Zar se sentó bruscamente en el dorado y majestuoso trono con una expresión molesta en su rostro tronándose los nudillos.
―¿Qué pasó ahora, señor? ―le preguntó uno de los guardias.
―Nada importante. No es algo que le incumba ―le respondió desganadamente.
―Quizá su humor mejore hoy con alguna delicia ―le dijo el guardia con intención de animarlo.
Sin embargo, la idea no pareció gustarle a dos de los sirvientes, pues se miraban entre ellos de manera extraña y se pinchaban uno al otro con el dedo. El monarca los observó con desconfianza.
―Me temo que eso no será posible porque... alguien se comió el jamón que había en la cocina― dijo Sami, uno de los sirvientes que estaban en esta escena mirando hacia su compañero, el cual se notaba molesto.
El Zar comenzó a reírse con un tono irónico― ¡Que divertidos que son, chicos! La verdad es que... ―para luego gritar ― ¡Díganme ya, ¿quién usurpó mi maldito jamón?! ¡Les recomiendo que hablen ahora si no quieren aprender a volar por la ventana como lo han hecho sus compañeros!
Todos los que estaban en el salón miraban sorprendidos la escena e intentaban no reír por lo ridícula que resultaba, era difícil pero tenían que hacerlo para no recibir ninguna clase de castigo.
Vladimir, que era el otro sirviente que estaba al lado de Sami, comenzó a mover sus ojos celeste grisáceo de un lado para otro, lo cual levantó las sospechas del zar.
El monarca se acercó hacia él y lo agarró del cuello.
― Tú fuiste ¿No es así? ― le dijo Ivar mirándolo fijamente a los ojos― No finjas que no lo noté, nadie puede ocultar nada en frente de un emperador o una divinidad. ¡Y para ti, yo soy ambos!
El sirviente no pudo aguantar más y dijo rompiendo en llanto:
― No fue por mí, lo hice por mi familia que está en el calabozo ¡Estaban muy hambrientos, no tenía opción!
Era muy común que el rey encarcelara gente debido a simples rumores o malos entendidos, lo cual era una prueba muy visible de su personalidad paranoica.
Luego de sostener al joven rubio en el aire durante un rato, decidió ponerlo en el suelo bruscamente.
―Si fuera por mi voluntad, partiría tu cráneo, pero justamente hoy tengo asuntos más importantes que atender, por lo que te daré una oportunidad única ―le respondió el mandatario mirando hacia arriba― .Te dejaré salir de la sala y seguir con tus actividades pero la próxima vez que ocurra esto, te encerraré en la Torre Norte del Kremlin ¿Entendido?
Vladimir, que lo escuchaba atentamente sentado en el suelo con la misma expresión que la de un perrito mojado, finalmente asintió con la cabeza para luego salir hacia el pasillo.
―¡Soplón!― le murmuró a Sami muy molesto mientras se alejaba de ahí.
―¿La Torre Norte? ¡¿Qué no habían cerrado ya ese antro?! ―susurró entre risas uno de los guardias a sus compañeros ―. Seguramente la última vez que limpiaron ese lugar ocurrió cuando aún vivíamos en las cavernas.
―Ahora, ¡Salgan todos de aquí!, ¿Qué esperan? ―ordenó el gobernante dando palmas y todos dejaron la habitación con la misma rapidez con la que la habían ocupado.
Editado: 11.08.2024