Buenos Aires, Argentina.
No sabía cómo ni por qué, pero su corazón, que hasta ese instante siempre había sido algo parecido a una gélida piedra, se estremeció hasta sentirse profundamente dolorido cuando sintió el abrazo de aquella niña que veía reflejada en su mirada y le había llamado "Papá".
Pensó que dejarla ir no le costaría, después de todo, nunca supo de su existencia. No hasta el día en que lo contactaron de servicios sociales para informarle que la madre de la niña había fallecido y el único pariente ubicable era él. Eso se debía a una carta que había dejado la mujer como última voluntad: que fuese encontrado y pudiera hacerse cargo de su hija.
Al principio, pensó que la llamada era una broma. Pero al tercer intento, cuando la mujer del otro lado del teléfono pidió que no colgara y mencionó aquel nombre que resonó en su memoria, recién pudo caer en cuenta de la relevancia de la situación a la que se enfrentaba.
Con Fabiola habían salido por poco más de un año, y de un día para otro, ella se alejó. Había desaparecido sin dejar rastro y nunca más se puso en contacto con él. Si hubiera quedado embarazada, no habría excusa para que no lo contactara. Se consoló imaginando que el motivo de su alejamiento era que había conocido a algún tipo que pudo darle una mejor oportunidad que él. Pero que ahora le quisieran cargar el muerto al más estúpido le pareció un chiste de mal gusto.
Su vida era un completo caos: debía el alquiler de la habitación en la que se alojaba y ya le habían dado aviso de desalojo; no conseguía empleo desde hacía un par de meses y su situación no pintaba bien. Todo lo que tenía lo había invertido en su negocio, que se fue a pique por la inflación. Para tapar las deudas, había pedido dinero a prestamistas, pero las cosas no salieron como esperaba y, finalmente, lleno de frustración y decepción, vio esfumarse sus sueños cuando tuvo que cerrar su local. Al no poder pagar lo adeudado, los usureros, que no eran conocidos por su paciencia, comenzaron a presionarlo. Por otra parte, los bancos no lo consideraban un buen prospecto crediticio, y su esperanza estaba puesta en que lo contactaran de alguno de los trabajos a los que se había postulado. Al parecer, el destino lo estaba llevando a una encrucijada sin salida, en la que todo comenzaba a volverse cada vez peor.
Atendió la llamada aquella tarde con la ilusión de que fuese la solución a sus problemas, no esperaba recibir uno más.
—¿Una hija? Se equivoca... ¡eso no es posible, yo no tengo hijos! —No estaba para bromas, y menos para que le encaletaran una cría vaya a saber de quién; lo mejor era colgar la llamada de nuevo.
—¡Maximiliano, espere por favor! Si no nos ayuda, Dana irá a un orfanato para ser puesta en adopción. Si es su hija, lo podemos comprobar con un simple examen de ADN. Por favor, ayúdenos. No creo que quiera tener en su consciencia que una hija suya esté desamparada teniendo un padre que la puede cuidar —La asistente social, con esas palabras, sembró la duda en su corazón, por lo que no pudo dormir esa noche, atormentado por la idea.
A la mañana siguiente, luego de ver cómo avanzaba la hora sin poder pegar un ojo, decidió que iría a conocer a la mentada niña que le estaban tratando de cargar. Salió raudo de la habitación con la seguridad de que todo se aclararía, y él seguiría con la lucha sin tregua que la vida le estaba imponiendo. Pero al encontrarse frente a frente con esa pequeña, no le quedó duda alguna de que era su hija.
La niña, al verlo, dudó unos segundos, pero finalmente corrió a su encuentro. Pudo reconocerlo ya que su madre le había mostrado fotos de él desde que tuvo memoria. Le había alentado su anhelo contándole que su padre estaba en un país muy lejano, que algún día llegaría y que serían una familia. Fabiola sabía que su enfermedad la alejaría de la persona que más amaba, su hija, y por eso se había dedicado a contarle todas las virtudes y atributos que conoció en aquel hombre que fue, sin duda, su único amor.
Durante varios minutos, en los que el tiempo se detuvo, Maximiliano sintió en ese abrazo una conexión inigualable que jamás había experimentado. El olor del pelo de la niña le evocó los recuerdos de Fabiola; era una frágil miniatura parecida a una antigua muñeca de porcelana de tez blanca, melena castaña y mirada triste inundada de lágrimas, que se aferraba a él con toda su fuerza. De forma inconsciente, la rodeó con sus brazos y la levantó en vilo para calmar su llanto, un silencioso consuelo en el que sus corazones se sincronizaron de la forma en que solo ese tipo de vínculo podía lograr. Dana no quiso soltarse de su cuello, por miedo a que desapareciera nuevamente de su vida; y él no intentó liberarse del abrazo porque se sentía cálido, como poseído por una magia asombrosa. Todos sus miedos, frustraciones y angustias habían desaparecido para ser reemplazados por esperanza y valentía adrenalínica. Estas sensaciones lo mantuvieron embriagado de optimismo y motivación durante las semanas que demoró el resultado del análisis de ADN.