Aceptó el primer empleo que le ofrecieron: era una paga mediocre y no le hicieron contrato. Pero al menos podía recibir dinero diariamente al terminar cada jornada para abonar al alquiler, además de comprar algunas golosinas y ropa para su hija. Sí, estaba seguro de que era su hija; solo esperaba la confirmación oficial. Con el paso de los días, la interacción entre ambos, cuando la visitaba en el hogar de niños, fue creciendo. Ella le contaba sobre la vida que había tenido y todo lo que Fabiola había inventado para que lo reconociera y amara como su papá.
De pronto, tenía una razón para luchar y salir adelante, sentía que nada malo podía pasar. En su mente, había diseñado un plan perfecto para pronto mudarse de aquella pocilga y darle un mejor hogar a Dana. Estaba seguro de que, ahora sí, su vida daría un giro hacia la buena fortuna. Aquella mañana, frente a la tumba de Fabiola, pudo liberar al fin el dolor de lo inconcluso. Se disculpó por odiarla durante tantos años mientras ella lo amó todo ese tiempo, por no buscarla y conformarse con una hipótesis para salvar su orgullo, en lugar de su amor. Lamentó las decisiones tomadas desde entonces, porque la desilusión y el despecho —que él interpretó como abandono— lo convirtieron en un hombre frío y desconfiado, que enterró sus sentimientos para que nadie más los alcanzara. También agradeció el hermoso regalo previo a la Navidad que ella le dejó; ya no se sentiría solo por el resto de su vida. Se despidió de Fabiola y, con el corazón lleno de esperanza, emprendió la marcha desde el cementerio hacia el hogar de menores. La asistente social había llamado para decirle que los resultados ya estaban, y de ser positivo, podría llevarse a Dana inmediatamente.
Había comprado pizzas para preparar en el horno cuando volviera a casa con ella. También decoró la habitación con globos rosados para darle una linda bienvenida. Era tanta la dicha y la ensoñación que no se percató de la camioneta de vidrios polarizados que se acercaba lentamente por la calle. Lo interceptaron. Reconoció las caras y se alertó, pero era demasiado tarde para huir. Quiso echar a correr, pero el impacto de un hierro en su nuca y otro golpe en su estómago lo aturdieron; quedó tendido en el piso, su cuerpo fue masacrado a patadas, con tubos de metal, escupitajos y amenazas. Le advirtieron antes de perder el conocimiento que, si no pagaba lo que debía, no habría una próxima vez.
Cuando, con dificultad, abrió los ojos, pudo ver a una enfermera colocando medicación en la botella de suero, que goteaba lentamente hasta introducir el líquido por las venas de su brazo. Al verlo reaccionar, la mujer se aprestó a buscar a un doctor, no sin antes avisar a la persona que estaba al otro lado de la cama que volvería enseguida. Al girar la vista, Maximiliano pudo comprobar que había un policía sentado junto a su cama; también notó que en su muñeca, que no tenía vía intravenosa, unas esposas lo mantenían aferrado a la baranda.
No entendía por qué estaba esposado si él no había lastimado a nadie; por el contrario, lo habían atacado hasta casi matarlo. Intentó preguntarle una y otra vez al uniformado, pero este no le despejó las dudas, solo se limitó a escuchar en silencio el diagnóstico médico y reportarlo a su superior, que no tardó en llegar. Cuando el equipo médico se retiró de la habitación, el comisario comenzó a interrogarlo. No entendía por qué le preguntaba por drogas y no por la golpiza que había recibido. Hasta que el hombre sacó una bolsa de evidencia acusándolo de cargarla entre sus ropas. Alguien estaba intentando inculparlo; no tenía claro si la droga se la habían plantado mientras lo molían a golpes para joderlo más, o si era la policía la que lo estaba haciendo para conseguir alguna información o pedirle dinero. Se limitó a decir que era para su consumo personal y luego guardó silencio. Estimó que al final del día lo trasladarían al penitenciario, ahí le asignarían a un defensor público y vería cómo salir del tremendo embrollo en el que estaba envuelto. Justo cuando todo comenzaba a mejorar y Dana había llegado a su vida. Por más que pidió hacer una llamada para avisar lo sucedido a la asistente social, nadie le quiso facilitar un teléfono, pues el comisario había prohibido que el detenido hablara con alguien mientras estuviese en el hospital.
Esa noche, cuando recibió el alta, fue llevado a empujones hasta la patrulla; apenas podía dar un paso por el intenso dolor. Por la hora, seguramente no pasaría a celda común; quizás le asignarían algún calabozo, pero serían minutos eternos y en constante alerta hasta que llegara el abogado de la defensoría a entrevistarlo. En lo único que pensaba era acerca de la cantidad de droga; esperaba que estuviera dentro del rango establecido como consumo personal; de lo contrario, podría ser juzgado por narcotráfico. El solo especular sobre esa posibilidad lo hacía sentir como si el mundo se le derrumbara. Imaginarse preso por años y Dana creciendo en un orfanato.
Maldijo ser tan descuidado; si no se hubiera confiado tanto, en ese momento estaría con su hija en la habitación, comiendo pizzas y siendo una verdadera familia. El anhelo de experimentar esa velada lo hizo caer en un sueño profundo; vio a su pequeña sonreír con los ojitos llenos de ilusión. Una ilusión que se esfumó cuando la celda se abrió y se dio cuenta de que todo había sido una jugada de su subconsciente. No supo cuánto durmió, pero los medicamentos ya habían perdido su efecto y el dolor que experimentaba hacía prácticamente imposible moverse. Estaba pasando por el peor día de su vida y la desesperación lo estaba dominando. Respondió a los maltratos de los gendarmes con empujones, que, por supuesto, se tradujeron en nuevos golpes y amenazas que lo dejaron peor.