En busca de Libertad

Capítulo 3: Decidir

Lo hicieron entrar a una sala. Demoró un poco en enfocar la visión, ya que uno de los golpes que había recibido le había dejado el ojo derecho completamente inflamado. Se sorprendió al ver a tres personas esperándolo: uno definitivamente era abogado, pero estaba demasiado bien trajeado para ser un defensor público; las otras dos personas eran un hombre y una mujer de edad avanzada. Por sus ropas y modales, se notaba que eran gente pudiente. Cuando finalmente los distinguió bien, recordó que los había visto en una fotografía que Fabiola llevaba consigo; eran sus padres adoptivos. Se había distanciado de ellos porque se negaron a que encontrara a su madre biológica y también hicieron todo lo posible para que fracasara en su búsqueda. Ella había jurado nunca volverlos a ver y jamás hablaba de lo ocurrido.

Maximiliano esperó en silencio que hicieran su jugada. Sabía que si habían llegado hasta allí, no sería para ayudarlo desinteresadamente. Sin duda, lo que buscaban era la custodia de Dana.

—Estamos dispuestos a ayudarlo para que no sea juzgado por tráfico de estupefacientes. Le ofrecemos pagar la deuda con los prestamistas que lo dejaron así y, además, podemos darle una cuantiosa suma que le ayudará a recomenzar e invertir en un nuevo negocio como el que tenía —dijo el abogado, con tono muy profesional.

—No necesita hacerse cargo de la niña; nosotros podemos darle el futuro que ella merece y necesita. Usted solo podría darle miserias. Ni siquiera puede mantener a salvo su propia vida. ¿Cómo podría cuidar de una pequeña niña? —intervino la mujer, con un profundo desprecio en cada palabra que pronunciaba.

Maximiliano mantuvo la frente y la compostura en alto, a pesar de que cada palabra de aquellas personas lo hundía más en la amargura. Una parte de lo que decían era cierto: era un fracasado que no podía tener una vida decente, mucho menos criar a una niña pequeña. Las dudas sobre sí mismo lo embargaron y pudo visualizar a Dana creciendo con las comodidades y oportunidades que tuvo Fabiola. También recapacitó sobre cómo habría sido su vida si aquel matrimonio no la hubiese adoptado. Si había algo que admiraba de ella eran sus modales, su inteligencia y educación; sabía que él no sería capaz de darle eso a su hija. Desconocía las razones por las que Fabiola no se había contactado con ellos, o lo que la llevó a pensar que él podría criar a Dana mejor que sus padres adoptivos. Pero no podía ser egoísta; debía asegurarle un futuro digno a su hija, algo que él en toda su vida no podría ofrecerle.

—Bien, acepto…, firmaré los documentos de adopción en cuanto me den el dinero que prometieron. Ahora, ¡sáquenme de aquí! —Se incorporó del asiento y caminó hacia la puerta sin voltear a mirarlos.

—Una cosa más —dijo la mujer—. Debe hablar con la niña y decirle que no es su padre, que no quiere saber nada de ella, porque no es su verdadera hija.

En ese momento entendió las razones de Fabiola para alejarse de quienes la habían criado como a su propia hija. La plata corrompe el alma de la gente, o quizás, cuando nacen con plata, pierden el alma.

El juicio fue sumario; solo debía pagar una miserable multa, de la que se encargaron los abuelos de su hija. Había pedido un adelanto del dinero y estuvieron de acuerdo, sobre todo porque vieron que no opuso resistencia alguna. De camino a su habitación, pasó por la tienda a comprar comestibles y botellas de agua, saludó al casero que lo esperaba en la puerta para cobrarle y le prometió que en un día pagaría todo lo que debía.

Esa noche tampoco pudo, ni quiso, dormir. Se encargó de guardar en una mochila las ropas y juguetes que había comprado para Dana, mientras que en otra valija empacó unas pocas ropas suyas y lo necesario para un largo viaje. Supo que no podía, que no la dejaría, no la abandonaría en manos de gente así. No sabía con seguridad si lo espiaban, o incluso si ellos eran los causantes de la golpiza y de que le plantaran la droga. Pero cuando aquella mujer le pidió que le rompiera el corazón a su niña, estuvo seguro de que nadie podría darle verdadero amor como él. En su mente, “Libertad” había comenzado a resonar como un mantra; era una maldita ironía que la vida le plantaba como una bofetada. La única solución a sus problemas, su esperanza incierta que había rechazado hacía poco más de un año y que ahora debía ir en su búsqueda, como ella una vez lo hizo por él. Sacó del escondite donde guardaba sus cosas valiosas aquellos sobres que contenían sus cartas; nunca pudo romperlas o deshacerse de ellas. Allí estaban sus palabras, escritas con esa hermosa letra que le confesaban cuánto lo amaba. Se negaba a reconocer que también lo sintió; ese escozor en el pecho al leer sus palabras lo delataba. Pero cada tanto, cuando la soledad lo agobiaba, le gustaba releerlas y recordarla.




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